Minutos después del atropello masivo en la ciudad de Magdeburgo, y sin emplear mucho tiempo en ofrecer el pésame a nuestros hermanos muertos de la Europa norpróspera, los catalanes abrazamos bastante sádicamente la tragedia para ejercitarnos en uno de los deportes predilectos de la tribu: aprovechar cualquier hecho para reafirmarse en las propias convicciones. Ante un ataque medio suicida que tenía la mayor parte de constantes de una nueva gamberrada de la yihad islámica, el (creciente) sector orriolista del país cargaba alegremente contra la permisividad del Viejo Continente woke a la hora de admitir recién llegados de piel parda y amor por la mezquita. A medida que se conocía el perfil del rufián en cuestión —un médico islamófobo de ultraderecha con cierta proclividad a la violencia y a los estupefacientes— los progres de la patria repartían butifarras contra Orriols en X, advirtiéndonos de los males de la radicalización política.
En efecto, a pesar de sus orígenes saudíes, el psiquiatra Taleb Abdul Mohsen (Alá proteja a sus pacientes...) resultó ser un activista notoriamente contrario al Islam que había conseguido el asilo en Alemania gracias a sus esfuerzos por ayudar a muchas mujeres a exiliarse de la opresión sexista de sus países de origen. A pesar de la revelación, a partir de la cual muchos activistas de Aliança Catalana borraron a toda prisa los tuits con las que nos habían advertido del peligro de la sobrepoblación de moros en Catalunya, las posiciones de los bandos se mantuvieron intactas. Mientras la progresía seguía advirtiendo del peligro omnipresente de la ultraderecha, el orriolismo catalán (así también lo hacían sus compañeros de viaje alemanes) seguía clamando contra la falta de seguridad en las calles, aduciendo que el asesino —a pesar de lo que decían todos los medios del mundo— tenía pinta de ser el clásico islamista disfrazado de ateo.
Los recién llegados a Europa, más que exportar culturas que nos puedan alterar por exóticas o incívicas, pueden acabar propagando la violencia clasista-sistémica que vivían en su casa
Catalunya es un curioso lugar que mide cualquier accidente y contingencia del mundo desde su pequeñez. Poco importa que los informativos describieran al individuo en cuestión como una persona altamente perturbada (vuelvo a compadecer a su nómina de pacientes, por desgracia), pues lo importante era que la matanza fuera un copy-paste de las creencias respectivas. De hecho, no hay que ser un genio de la cosa psicológica para ver cómo Taleb Abdul Mohsen perpetró aquello que, magullando los términos tradicionales de este tipo de carnicerías, podríamos denominar un crimen de autoodio; a saber, la acción alocada de una persona que, en este caso, guardaba tanto de resentimiento hacia su país de origen que la paranoia lo había hecho creer que Alemania se estaba convirtiendo en una pequeña sucursal saudí. De hecho, el psiquiatra en cuestión debió tener más ganas de matarse que de pisar conciudadanos.
Como saben los profesionales del ramo, el autoodio resulta algo mucho más peligroso que la rabia contra la alteridad. Si de alguna cosa nos habla el atentado de Magdeburgo es de cómo los recién llegados que llegan a Europa, más que exportar culturas que nos puedan alterar por exóticas o incívicas, pueden acabar propagando la violencia clasista-sistémica que vivían en su casa. Entiendo que esta aproximación al hecho no se advenga mucho al que, nos guste o no, es el eje divisorio que se cierne sobre la política catalana; dicho lisa y llanamente, si el centro del independentismo (y parte del españolismo) acaba abrazando las tesis de Sílvia Orriols. De hecho, nuestra política resulta tan tediosa —entre los esfuerzos de pacificación militar del PSC y las advertencias agónicas del president Puigdemont al PSOE— que todo el mundo ha acabado entregando el centro del debate ciudadano a las tesis de Orriols. Hoy por hoy, no damos para mucho más.
Todo eso se puede ver perfectamente en la prisa que la derecha catalana —sobre todo en el ámbito de Junts— ha experimentado para transitar rápidamente de un discurso aperturista hacia la inmigración a romper el hielo sobre la viabilidad de una Catalunya con ocho millones de habitantes (se les había adelantado Pere Aragonès, con unas formas más matizadas). Habrá que ver cómo este giro se encarnará en la nueva política (sic) de Esquerra, ahora que un conservador de fe como Oriol Junqueras tiene la autoridad absoluta. Pero el procesismo puede hacer las contorsiones argumentales que se quiera, que el copyright del invento lo seguirá ostentando Sílvia Orriols. A no ser que, hilando un poco más delgado, hagamos el esfuerzo de empezar a cavilar sobre el autoodio; eso será poco probable, pues aparte de vivir tiempos tediosos nos hemos vuelto un pelo alérgicos a la complejidad. Ya ni molestamos, decía al principio, en regalar ni un triste pésame.