Uno de mis múltiples trabajos como freelance es hacer consultoría vinícola. Mi padre, Toni Falgueras, ya firmaba la carta de vinos de El Bulli. Él me ha enseñado a hacer de mi profesión mi pasión. Continuando esta tradición familiar, me he convertido en la asesora de restaurantes y hoteles que quieren dar un push a su oferta dionisiaca.
Después de muchas añadas asesorando a chefs mediáticos en Catalunya, Linkedln me ha llevado a trabajar en Marbella, Eivissa y Conil de la Frontera. Para los que dicen que las redes sociales no sirven de nada. Sí, hace mucha gracia cuando me sacan los sacacorchos en los controles y digo que voy a estos lugares paradisiacos a trabajar. Me sorprendo explicando a mi equipo la importancia de que digan el nombre del vino en voz alta. Y les explico la anécdota de la pareja italiana en Canarias que se pimpló dos Pingus y a la hora de pagar replicaron que ellos habían pedido un Flor de Pingus. Estos vinos DO Ribera del Duero, ideados por el danés Peter Sisseck, tienen una diferencia de precio de mil euros.
Una de las batallas más importantes que tengo con el servicio es el tema de las temperaturas. A veces pedimos cerveza y no vino por una cosa tan simple como que cuando las temperaturas suben, las de las copas tienen que ser más bajas. O no. Pocas cosas se pueden igualar al primer trago de cerveza bien tirada. Me atrevo como sumiller a dictaminar que es técnicamente insuperable. Frescura, carbónico cremoso, amargura del lúpulo... La cerveza es libertad y el vino, sabiduría. La birra es más individual, egoísta y frenética porque tenemos el estrés de que se caliente. ¿Cuántas veces preferimos pedir dos cañas pequeñas en vez de una pinta? El vino, en cambio, es para compartir. La propia botella está en el centro de la mesa y muchas veces acaba convertida en el centro de las conversaciones. El público anglosajón escoge dependiendo de la variedad de uva. Los europeos se fijan más en la denominación de origen, aunque ahora lo que es trendy para los elaboradores es salirse de las reglas de los consejos reguladores. Cuando diseñas una carta para público internacional, tienes que poner un apartado de vinos aromáticos como el sauvignon blanc, el albariño y el verdejo, aunque estén más de moda los vinos con textura como la garnacha blanca, el godello y el moscatel.
Los sumilleres somos los embajadores del vino en el restaurante y lo tendríamos que defender a capa y espada
Cuando estudiaba en California, conocí a Maureen Downey. Una vez hechas las presentaciones, me explicó su trabajo: ordenar y suministrar las bodegas de los multimillonarios de Silicon Valley. Un poco como nosotros, a nivel de Sants, contesté para intentar estar a la altura. Quince años más tarde, la volví a ver en el documental de Sour Grapes donde gracias a su trabajo había descubierto el mayor caso de falsificaciones de vinos de la historia. Actualmente, tiene un máster dedicado a eso y viaja por todo el mundo destapando a los ladrones del paladar. Últimamente, todos los crímenes relacionados con el vino toman una dimensión mediática increíble. El último pasó con el Cepa 21 de José Moro, caso en que se tiraron al suelo unos 60.000 litros valorados en 2,5 millones de euros. El asaltante, parece, ha sido alguien de la bodega, pero no será el primero ni, desgraciadamente, el último en engordar la lista de ladrones que vacían tinas, la manera más fácil de hacer vendetta. Otro caso es el del Atrio de Cáceres en que una pareja experta en vinos creó el plan para robar el mítico D'Yquem 1806, del cual Toño estaba tan orgulloso, entre 45 botellas más valoradas casi en 1,6 millones de euros. Sin olvidar lo que pasó en Vins i Licors Grau, seguramente el caso más televisado por el impacto visual hollywoodiense que tuvo y por la cifra en miles de ceros que significaban aquellas nueve botellas robadas, cosa que demostró que eso de los vinos más caros lo peta en clics.
Una vez formados y convertidos en el 3% de la población que más sabe de vinos, a mis alumnos les recuerdo que tienen que ir con mucho cuidado con la actitud. Siempre tienen que estar dispuestos a aprender. Y es que hay algunos clientes, a mí me pasa en la tienda familiar, que saben más que nosotros porque han viajado más, son profesionales del sector o, simplemente, es su hobbie. Así que nada de vacilaciones ni en la sala ni en la vida en general, que Google todo lo chiva. Tener que dar la razón siempre al cliente me fastidia, porque los sumilleres somos los embajadores del vino en el restaurante y lo tendríamos que defender a capa y espada. Una cosa es que el vino esté en mal estado (poco probable) y otra que no te guste porque querías un vino tinto suave y has pedido un cariñena en vez de un pinot noir. Es como si has pedido calamares y querías chipirones, bad choice.
A los miembros de mi equipo les he hecho un protocolo. Lo primero es, cuando sirven el vino, preguntar si la temperatura está bien. Es lo que marcará que se pida una segunda copa. A menos de cuatro grados, nuestra pituitaria no puede captar nada. Un ejemplo de eso son las sopas y los helados: la primera huele que alimenta, el otro no huele a nada. A más calor, más rezuma el alcohol y la acidez, y más desprendimiento hay del carbónico. El índice de tanino es lo que marcará la temperatura del vino tinto, ¡recuerda lo duro que parece el vino tinto cuando lo sirves del congelador! Precisamente, los cambios bruscos de temperatura es lo que hace que el vino se vuelva loco. ¡Por no hablar de las botellas de cava que hemos tomado granizadas y nos hemos cargado todo el trabajo de la segunda fermentación en botella! No, la temperatura ambiente no es la temperatura ambiente de la terraza en agosto. Es el ambiente de bodega a una temperatura constante de dieciséis grados y con una humedad del setenta por ciento. Por eso cuando abrimos una botella olvidada en la nevera suena como una peli de Hitchcock. Lo sé: están tan de moda los vinos helados que ya no solo los norteamericanos piden poner hielo dentro del vino a los camareros. Un sacrilegio que Moët & Chandon y otros espumosos ice han legitimado. Mejor que se consuma que no se haga por una cuestión de servicio. Como el whisky escocés. Mejor sin agua ni hielo, pero lo importante es que consumas el que está hecho cerca de las Highlands y no el irlandés (o el japonés, que tanto triunfa mundialmente). Sobre todo en aquel momento donde el cóctel está ganando la batalla al vino por el precio. Y porque es una cosa única que te hacen en el momento, como cocinada solo para ti. También lo es el vino, irrepetible porque cada añada es diferente. Por eso son tan tristes estos crímenes vinícolas.
El tema más polémico es que precio del vino se triplique en algunos casos y da rabia. Pero todavía lo hacen más con el café y el pescado, pero no decimos nada. Quizás porque no tenemos claro el precio de la merluza y sí el precio exacto del vino. Lo que estamos pagando es la temperatura correcta, el servicio, el lugar. No es el mismo precio un spritz debajo de casa que delante de la Fontana di Trevi. Igualmente, acabamos escogiendo el vino por la columna de la derecha y el que más se vende es el segundo más económico. ¡Que parezca que lo escogemos porque calidad-precio es el mejor y no porque somos catalanes! El robot hecho camarero en Alimentaria en el directo de Els Matins que colapsó cuando le pidieron que los llevaran a la mesa. Y eso que no le pidieron un vino que no picara. El fraude está servido.