El presidente de la Junta de Andalucía, Juanma Moreno, del Partido Popular, ha dicho que lo que ha pasado en Úbeda este fin de semana es un crimen familiar. Ni mucho menos, señor Moreno: es un crimen machista con todas las letras. Un hombre de 52 años ha matado a su mujer de 46 y a sus dos hijos, de 12 y 17 años, a puñaladas. Sin duda, los hechos son lo más importante, y el mismo presidente los califica de “horrible suceso”, pero la etiqueta que se pone a estos hechos, cómo se los cataloga, es tan relevante como lo que ha pasado. Más todavía cuando hay una ofensiva tan grande para deshacer lo que se ha conseguido establecer, desde el punto de vista institucional —insuficiente todavía, pero imprescindible—, para luchar contra este tipo de violencia.

Vaya por delante que si la violencia de género fuera de las mujeres contra los hombres, ya estaría resuelta haría tiempo; o, en todo caso, habría pasado a ser un problema menor u ocasional. Ni mucho menos el número de víctimas sería el actual, porque la sociedad en su conjunto hubiera puesto todos los recursos necesarios para erradicarla. A este tipo de violencia ni siquiera me está bien que se la llame así, "de género”, a pesar de que el género sea la explicación, porque la etiqueta, así puesta, neutraliza que son los hombres, los machos, quienes la ejercen sobre las mujeres. Y eso sin necesidad, como hacen algunos, de contar como víctimas de la violencia a los hombres. En este caso tres: dos hijos y el propio autor del asesinato, que se ha lanzado por la ventana.

No es problema de unos cuantos, es de todas y todos; y sin las actitudes de invisibilización o de tolerancia del grupo desde el primer o más pequeño gesto, los que hacen las acciones directas serían muchos menos y sus actos tendrían otras consecuencias

Esta violencia es la expresión máxima del machismo. Es machista y es el resultado de la identidad de género masculina que se sigue alimentando socialmente, políticamente, económicamente, jurídicamente, religiosamente, en todos los ámbitos. Y por todo el mundo, con muy pocas excepciones. Dejemos ya de hacer ver que unos sí y los otros no. Eso es exactamente como el racismo, no es problema de unos cuantos, es de todas y todos; y sin las actitudes de invisibilización o de tolerancia del grupo desde el primer o más pequeño gesto, los que hacen las acciones directas serían muchos menos y sus actos tendrían otras consecuencias.

Los crímenes machistas no son el resultado de un mal momento, de una rabieta o de cualquier otro impulso casual o repentino, es una estrategia muy bien orquestada de un mundo que no se quiere acabar, de un mundo que vigila de cerca que ninguna mujer pueda ejercer su libertad, que no tenga, que no tenga opinión propia ni capacidad de decisión. Eso es la violencia machista y a este mundo no le importa mancharse las manos de sangre, y redimirse con el sacrificio final del suicidio después de la acción heroica. Al contrario, estos son males menores, también el de llevarse por delante a las criaturas, porque hay mucho más que perder. Lo que se defiende, lo que se salvaguarda, es la identidad de macho; la dominación que esta identidad permite ejercer a todos los hombres, y digo a todos. A los violentos y a los que no lo son, a los que les gustan los toros y a los que no, a los pacifistas y a los que no lo son, a los de derechas y a los de izquierdas. Los hombres no la quieren perder, no la pueden perder; porque a pesar de que no sean nadie —haya hombres más poderosos que ellos, en cualquier sentido—, siempre les queda la parcela de poder dominar a una mujer. La mujer que sea, las de más cerca más, por el sentido de propiedad, de uso y disfrute; pero cualquier mujer sirve. Por eso esta dominación se ejerce por todas partes. En casa y fuera de casa; en el trabajo y en las plazas; en Catalunya y en Tombouctou.

Señores, llamemos a las cosas por su nombre.