Está de moda poner en entredicho de quién son, —o, mejor dicho, para quién hacen de president— los últimos presidentes de la Generalitat de Catalunya. Sí, solo ellos, los de aquí, porque de los del resto de comunidades autónomas o de los del mismo Estado español, hayan llegado como hayan llegado al poder, o sea cuál sea el número de votos que han recibido, no se dice nada; cuando menos en los mismos términos. El mantra que se ha instalado y se repite con toda la malicia es que el president Torra, y antes el president Puigdemont, no es el president de todos los catalanes. Por suerte, la mayoría de las veces se olvidan a las mujeres y eso le resta efectividad al mensaje –como mínimo, a mí no me interpela—, pero viniendo de donde viene el mensaje no podía ser de otra manera.
Se mire como se mire, el disparate es grande como muchos de los que se dicen últimamente, pero es especialmente significativo, dejando de lado la voluntad que tiene de deslegitimar un cargo electo y de socavar la institución, por la intención de fracturar la sociedad y normalizar el poso fascista, totalitario y antidemocrático en el conjunto de valores de la ciudadanía respecto del sistema político establecido y las reglas del juego democrático.
Nunca un presidente de ningún territorio lo es, o lo ha sido, de toda la ciudadanía en el sentido en el que el unionismo hace esta acusación. Porque a ningún presidente lo ha votado nunca el cien por cien de la población, ni siquiera el cien por cien del censo electoral; porque a ningún presidente se le ha ocurrido aplicar el programa de su adversario político y no el propio una vez alcanzado el poder. Bien, en este aspecto hemos tenido sorpresas sonadas, pero precisamente en sentido contrario; han sido criticados por traicionar a sus votantes, por no respetar su programa electoral o sus intenciones políticas declaradas a priori.
Para que nos entendamos, nunca un presidente que ha sido proaborto, o pro-derechos LGTBI+ cuando ha llegado al poder se ha esperado de él que fuera en contra de sus ideas y proclamas políticas para contentar a la parte de la ciudadanía que está contra el aborto u otros tipos de matrimonio más allá de las parejas heterosexuales. Por lo tanto, ¿qué narices están diciendo con esta acusación absurda? Nada que sea aceptable desde la razón, el sentido común y los conocimientos democráticos más básicos, pero que no por ello deja de ser una herramienta muy potente respecto de los sentimientos de una parte de la ciudadanía que ya tiene muchos problemas para respetar la diferencia —especialmente si esa diferencia es la que gana—, y eso es lo que lo hace tan peligroso.
Cuando el marco mental se reduce a que solo existe una patria posible y una bandera y una lengua y un único sentimiento identitario y una única nacionalidad, y no somos capaces ni de mirar más allá de las fronteras para ver cuán diverso es el mundo, y el mantra de no nos representa, no es nuestro president, no trabaja para todos, se va repitiendo para borrar cualquier rastro de respuesta de la razón, para dejar el cerebro vacío de reflexión, del más simple sentido común, la involución democrática es imparable.
Entiendo que los partidos políticos —bien, el caso de algunos, sí; en cuanto a otros, la perplejidad no me deja expresarme en los términos adecuados— lo hagan; no lo comparto, pero le veo el rédito electoral, que no político. En el caso del resto de la ciudadanía, me preocupa qué fácil es perder el sentido crítico ante el poder y cómo con esta pérdida regalamos de manera del todo inconsciente las garantías para un futuro en el que se respeten nuestros derechos fundamentales. El Palacio de Congresos de Vistalegre enardecido es el primer ejemplo del camino que está o empujando o no deteniendo la españolidad.