Después de las declaraciones de Villarejo sobre los atentados en la Rambla y en Cambrils demasiada gente se ha apresurado a decir que Villarejo era un mentiroso, un oportunista y que no hacía falta darle crédito. Yo todavía estoy perpleja, no por las declaraciones ―y es muy preocupante llegar a este punto―, sino por la reacción encendida y casi unánime que han provocado y que se resumen en: Villarejo se lo inventa o de Villarejo no podemos creer nada, o algo parecido.
Eso no es cierto de entrada, no lo es nunca en ningún caso, pero menos en este en el que hay demasiada gente, y además, muy diversa, a la que le interesa que Villarejo no diga nada. Y ahora no hablo sólo de los atentados. Por lo tanto, lo mejor, pensarán muchos, es que si no es posible mantenerlo con la boca cerrada, desacreditarlo para que lo que pueda decir no tenga efecto. Sin embargo, a mi entender, al conjunto de la ciudadanía nos interesa especialmente todo lo contrario. Imaginaos qué pensarán las víctimas, no ya de Villarejo, ni del CNI, sino de todas y todos nosotros. ¿Cómo podemos menospreciar una cosa así?
Todavía ahora ―y ya ha pasado la tormenta, talmente de verano porque esta semana hemos pasado a otros temas― me hago cruces de que seamos una sociedad tan poco despierta y especialmente tan poco espabilada. Del sentido y posicionamientos críticos ya ni hablo, porque eso ya sería de liga profesional, dado el clima imperante. Si Villarejo dice una mentira, tiene que quedar acreditado y no me basta que me digan que los Mossos ya lo han investigado. Especialmente, porque en esta mentira se involucra el Estado.
El sistema está más protegido que nunca, porque incluso cuando enseña las entrañas hay todo un ejército de pensadoras y pensadores que nos dicen que lo que se muestra es mentira
Todos aquellos y aquellas que se han apresurado a asegurar la mayor en todo tipo de intervenciones en los medios de comunicación sabrán por qué lo han hecho; puede ser, incluso, que se acabe demostrando que tienen razón y precisamente este es el aspecto clave: la demostración. Por ser quien es Villarejo, hay que investigar lo que dice; aunque ya sería difícil hacerlo en las mejores de las condiciones democráticas, vistos los personajes y las instancias implicadas. Pero ni hay que preocuparse por eso, no hay un reclamo generalizado para aclarar los hechos, al contrario. No hay ningún tipo de presión o de alarma social, a pesar de la gravedad de los hechos. La propia prisa para matar el tema ya huele bastante mal y todavía huele peor que la mayoría de cabezas pensantes del país consideren que no hay nada que investigar, que aclarar, que explicar.
¿Hasta dónde hemos llegado y hasta dónde más llegaremos si nos quedamos impasibles o menospreciamos unas declaraciones como estas? ¿Cómo nos pensamos que se hace la democracia? ¿Alguien se piensa que te la vienen a llevar a casa como una pizza? Y, en todo caso, la pizza también la tienes que pedir, reclamar si no te la traen o si llega en malas condiciones y pagarla.
A mí siempre me preocupa que estos personajes que tienen tanto que explicar no puedan hacerlo porque pierdan la vida en ―o no― extrañas circunstancias; pero resulta que no hace falta, porque en este país hay demasiada gente dispuesta a mirar hacia otro lado. El sistema está más protegido que nunca, porque incluso cuando enseña las entrañas, hay todo un ejército de pensadoras y pensadores que nos dicen que lo que se muestra es mentira. Es justo un espejismo. Hemos vuelto a la época de los predicadores aunque seguimos llamándolos analistas.