El capítulo 1 de la Carta de San Francisco (1945) comienza afirmando que “Los propósitos de las Naciones Unidas son: Mantener la paz y la seguridad internacionales”. Eran buenos propósitos para establecer un orden mundial de paz y seguridad que no se están cumpliendo, pues ahora mismo el planeta vive el momento con más conflictos armados desde 1945, con 56 guerras activas y 92 países involucrados más allá de sus fronteras, según el estudio del Institute for Economics and Peace. El problema es que ya no hay nada ni nadie con suficiente autoridad moral o material como para detenerlas. La geoestrategia se ha convertido en una práctica amoral orgullosamente reivindicada.

Desde la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha ejercido una política exterior dirigida siempre a defender su hegemonía. Obviamente, nunca ha sido una organización humanitaria, ni pacifista, y a menudo ha aplicado una doble moral en sus relaciones internacionales. Sin embargo, también es cierto que durante décadas Estados Unidos, junto con la Europa occidental, venía ejerciendo un cierto liderazgo moral, una referencia en la defensa de los derechos humanos, de las libertades individuales y de los valores democráticos, en contraposición a otras potencias como Rusia, China, etc. El mejor ejemplo fue la política exterior diseñada por la Administración Carter (1977-1981) basada en "el compromiso con los derechos humanos como principio fundamental de nuestra política exterior". No todos los presidentes han sido tan comprometidos, pero lo que más ha cambiado es que ahora ningún presidente estadounidense y de rebote ningún gobernante europeo está en condiciones de dar lecciones a nadie.

La presidencia de Donald Trump fue un factor acelerador de una geoestrategia que homologaba a todos los sátrapas del planeta, fuera el líder de Corea del Norte, Kim Jong Un; el príncipe descuartizador de Arabia Saudí, Mohamed bin Salmán; el líder ruso, Vladímir Putin, o el presidente brasileño Jair Bolsonaro, así que cualquier barbaridad se considera legítima voluntad nacional. Un ejemplo execrable muy anterior a Trump es la prisión ilegal de Guantánamo, que sigue existiendo con presos sin juicio, olvidada del mundo.

El planeta vive el momento con más conflictos armados desde 1945, con 56 guerras activas y 92 países involucrados y cualquier barbaridad se considera legítima voluntad nacional. Las referencias a los valores humanitarios han sido sustituidos por sofismos para justificar la guerra.

Antiguos funcionarios de EE. UU. revelan que la incorporación de Ucrania a la OTAN es un objetivo estratégico perseguido desde el siglo pasado, hasta que ha provocado una guerra en territorio europeo con la contribución servil de los propios europeos. Los argumentos democráticos se han perdido definitivamente cuando las fuerzas occidentales han callado o apoyado la respuesta de Israel a las agresiones terroristas de Hamás o Hizbulá cuando han superado cualquier proporción razonable. Las referencias a los valores humanitarios han sido sustituidos por sofismos para justificar la guerra.

Cuando el secretario general de Naciones Unidas condena "la expansión del conflicto en Oriente Próximo, con una escalada tras otra", el Gobierno de Israel lo declara persona non grata y le prohíbe la entrada en el país. Y simultáneamente, el líder iraní, el ayatolá Alí Khamenei, llama a la movilización del mundo musulmán en una guerra que considera “legal y legítima”.

No hay un organismo con autoridad y fortaleza suficiente para detener la barbarie. En 1998 un tratado internacional estableció la Corte Penal Internacional, un tribunal permanente encargado de investigar y juzgar por los crímenes más graves de trascendencia internacional, pero ninguna de las grandes potencias le reconoce autoridad y los sátrapas acusados se burlan de las sentencias. El derecho internacional se ha convertido en una fantasía. La ONU es una organización obsoleta a la que ya nadie le hace caso. El secretario general, António Guterres, es la voz que clama en el desierto: Lo hizo ante la Asamblea general: “Las guerras hacen estragos y no tenemos idea de cómo terminarán. Por si fuera poco, incluso se verbalizan intenciones nucleares y se fabrican nuevas armas. Nos encontramos al borde de una situación inimaginable: un polvorín que podría arrasar con el mundo. No existe ningún argumento político que excuse el grado de impunidad que impera en el mundo, que es intolerable desde cualquier postura moral. Hoy en día, cada vez son más los Gobiernos y otras entidades que se consideran que pueden salir con la suya sin consecuencias”.

No hay liderazgo, ni reglas universales, ni autoridad moral alguna. La supremacía moral de las democracias se ha desmoronado. Occidente ha renunciado a su liderazgo moral y ningún gobernante de Estados Unidos o Europa está en condiciones de dar lecciones de democracia y derechos humanos.

Sin liderazgos reconocidos, sin reglas, sin referencias positivas, la decadencia moral se expande de arriba a abajo. De lo global a lo local. Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, perseguido y encarcelado por destapar documentos clasificados de Estados Unidos que confirmaban los crímenes y la guerra sucia de la primera potencia, ha declarado esta semana en Estrasburgo que “mi error fue confiar en la ley”. Se refería obviamente a la libertad de expresión y el derecho de los ciudadanos a la información, valores y principios proclamados en la Constitución de EE. UU., y en su caso cruelmente vulnerados con absoluta impunidad. Ahora, el mito de la superioridad moral de las democracias parece un engaño de consumo interno que solo secreían los occidentales y que se ha desmoronado como un castillo de naipes.

En Francia, los ciudadanos se movilizaron democráticamente para detener la extrema derecha y el presidente Macron le ha abierto sus puertas, sin escrúpulos. En España, la corrupción de la monarquía y la connivencia de su corte se trata como asunto de la prensa rosa. Y los jueces formulan impunemente sentencias injustas que mantienen a presos de conciencia y exiliados políticos. Nadie se acuerda de aquel joven rapero de nombre artístico Pablo Hasél que continúa en prisión por cantar que los Borbones son unos ladrones. Y todo esto funciona como una máquina que hace más ricos a los ricos y a los pobres, más pobres. "Estos mundos —de la impunidad, las desigualdades y la incertidumbre— están conectados y entran en conflicto", sostiene Guterres.

El historiador Yuval Noah Harari, el autor de Sàpiens y Nexus, asegura que “A lo largo de la historia, las grandes explosiones colectivas de odio y miedo suelen desembocar en una mayor cooperación humana”. Los dioses lo escuchen, pero por ahora nos encontramos, como Shakespeare en El Rey Lear, con “el mal de nuestro tiempo, cuando los locos guían a los ciegos”.