Es probable que la generación Z, con tanta información dispersa que le llega, no sepa que hubo una época en la España contemporánea en que no se podía votar y que el voto era un hito tan deseado por la mitad de este país que costó sudor y lágrimas conseguir introducir la primera papeleta en la urna después de cuarenta años de oligarcas falangistas. El 15 de junio de 1977 fue la fecha elegida y ganó UCD, un partido de centro y democrático, aunque sus miembros eran, en gran parte, restos del franquismo.

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En aquellas primeras elecciones no pude votar. Tenía once años, sin embargo, a pesar de ser menor de edad, tenía más claro mi voto que ahora, con cincuenta y siete años a las espaldas, una tragedia fruto de esta democracia tan imperfecta y de memoria corrupta como la actual. Si los franquistas hubieran sido juzgados, quizás, y digo quizás, viviríamos en un país donde la palabra libertad nunca se la hubieran apropiado los blanqueadores de la dictadura surgida del golpe de estado del 18 de julio de 1936.

Siento ponerme como un boomer tardío o un X de mierda, pero desde muy pequeño he afrontado el hecho de votar con la militancia de quien ha mamado en casa la necesidad de mantener viva la memoria de los perdedores. Y es que hay una deuda evidente hacia todas aquellas personas que se jugaron la piel durante el franquismo, fueran católicos o ateos, marxistas o socialdemócratas, liberales o conservadores, o libertarios de todo tipo. A las elecciones de junio de 1977, gran parte de los partidos que se presentaron acababan de ser legalizados o se acababan de estrenar, encabezados, mayoritariamente, por oportunistas que aprovecharon la Ley 46/1977, la famosa ley de amnistía, para limpiar su pasado como criminales de estado, como fue el caso de Manuel Fraga Iribarne, uno de los siete padres —qué vergüenza— de la Constitución.

Aquellas primeras elecciones no fueron fáciles. El ruido de sables proveniente de los cuarteles, los atentados de ETA, el terrorismo voluntariamente silenciado de bandas ultras como el Batallón Vasco Español, la violencia policial con los manifestantes que pedían libertad y amnistía y, aquí, Estatut d'Autonomia, fueron el preámbulo de un 15 de junio que dejó el país entre el todo y nada. 45 años más tarde, todo estaba mucho más atado y bien atado de lo que parecía entonces. La fe, entonces, era de izquierdas.

Si hay una generación profundamente desencantada es la que es hija de los que lucharon por la democracia y acabaron aceptando aquella frase que hizo célebre Vázquez Montalbán: "Contra Franco vivíamos mejor"

A pesar de no poder votar, viví de muy cerca aquellas elecciones de 1977. Como miembro de una familia tan politizada, era difícil mantenerse al margen y el primer mitin que asistí fue como acompañante de mi abuelo Joan. Los teloneros eran el Guti, López Raimundo, Santiago Carrillo y, como estrella invitada, Enrico Berlinguer, cuatro toros de lidia del eurocomunismo en la Monumental de Barcelona.

A pesar de estar inmersa en aquello que los rapsodas del constitucionalismo glorifican hasta la mentira, "la Transición que nos dimos entre todos", España era un país muy cutre. Raphael era nuestro Frank Sinatra; el género del destape, nuestra versión cinematográfica de películas como Garganta profunda o Delicias turcas, y los homosexuales eran maricas y las prostitutas, putas. Y teníamos dos canales de televisión, TVE y La 2, que eran las discípulas aperturistas del NODO, sin dejar de lado una censura que perseguía periodistas, cerraba en chirona los miembros de Els Joglars y obligaba a callar todo aquello que dificultaba el ascenso de una nueva casta: los juancarlistas. Y unos programas infantiles que, todo sea dicho, parecían dirigidos por infanticidas.

Con todo este panorama, muchos miembros de mi generación, una vez pasada la pubertad, acabaron abrazando la realidad paralela que ofrecía el alcohol y otras sustancias que te hacían sentir más cerca del cielo sueco que de la tierra de Llanos del Caudillo. Si hay una generación profundamente desencantada es la que es hija de los que lucharon por la democracia y acabaron aceptando aquella frase que hizo célebre Vázquez Montalbán: "Contra Franco vivíamos mejor". O, dicho en cristiano: "La ficción de lo que se podía hacer superó la realidad de lo que se hizo".

Emulando a Groucho Marx, no quiero pertenecer a ninguna generación que me acepte como miembro, pero sigo siendo fiel a los principios que me han hecho votar en todas las elecciones en que me han llamado a filas. Mi militancia en el voto es profundamente ingenua, pero sigo sintiéndome en deuda con toda aquella gente que se jugó la vida y la libertad para que pudiéramos votar. Una losa que arrastraré hasta que me entierren con un epitafio que dirá: "Lo siento, pero no estoy en mi mejor momento".

Cuando el president Aragonès convocó las elecciones del 12 de mayo, cavilé no votar por primera vez desde que me estrené —no a la OTAN— el 12 de marzo de 1986. Pasada la tormenta emocional, montones de mala conciencia, decidí participar, pero, a diferencia de aquel niño primaveral de 1977, tengo claro a quién no votaré, y no tengo claro a quién votaré. Y una de las opciones que me planteo es el voto en blanco, una novedad en mi militancia como votante, pero que legitimo como voto de castigo hacia la gente, la mía, que nos prometió llegar a Ítaca cuando solo se avistaba la isla de Perejil. Es una opción, aunque, a la hora de la verdad, la militancia al voto me hará ser un buen cordero. La fe es de los ingenuos.