Cuando alguien se queda sin tiempo para hacer algo que inexorablemente tenía que haber hecho, se puede decir que lo ha pillado el toro. La misma expresión sirve para calificar a alguien que, a pesar de haberlo hecho, lo que sea, lo ha hecho tarde y mal. Y es en especial adecuada para definir la actuación que ha tenido la clase política en la desgracia que padece València por culpa de las inundaciones más graves que ha sufrido jamás y cuyos efectos se han multiplicado exponencialmente a causa de su mala gestión.

Sobre todo es adecuado en este caso, si ese alguien resulta que es Carlos Mazón, a quien el toro lo ha pillado doblemente. Primero, cuando apenas llegar a la presidencia del País Valencià en nombre del PP y con el apoyo del vicepresidente torero de Vox, Vicente Barrera, se cargó la Unitat Valenciana d’Emergències (UVE) creada por su antecesor Ximo Puig, del PSPV, y destinó los recursos a actividades taurinas diversas. Después, cuando a raíz de la gota fría que el pasado martes asoló la huerta de València, ha dado muestras no solo de incompetencia, sino, y sobre todo, de negligencia —que quiere decir proceder sin cuidado de manera imprudente y temeraria— al gestionar la crisis provocada por la Depresión Aislada en Niveles Altos, que eso es lo que significa la sigla DANA, de la que algunos hablan como si fueran expertos. En ambos casos, pero muy especialmente en este último, el toro lo ha pillado y bien pillado. Se podría hablar de justicia poética si no fuera por los más de mil muertos que, por lo menos, parece que finalmente puede haber y que para siempre recaerán sobre su conciencia.

Carlos Mazón, nacido en Alicante en 1974, es uno de esos políticos que solo se ha dedicado a eso, a la política, y que como tantos otros dirigentes del PP en el País Valencià se ha visto salpicado por la sombra de la corrupción. Se creía que una vez llegado al palacio de la calle de los Cavallers —la sede de la Generalitat en València— podría hacer y deshacer lo que le pareciera y como le pareciera. Pero no contaba con que la nefasta gestión de una tragedia, cuyas dimensiones se habrían podido evitar, lo superaría tanto por inepto como, y en especial, por indolente e irresponsable. Su actuación antes, durante y después de la catástrofe es literalmente de juzgado de guardia, que es donde hay que esperar que acabe un comportamiento tan despreciable para responder por los daños irreparables causados. No informar intencionadamente a tiempo del aguacero para no incomodar a los sectores económicos que deberían haber parado el proceso productivo, rechazar la ayuda ofrecida por Salvador Illa para paliar las consecuencias del destrozo para no tener que dar las gracias a Catalunya, rechazar la ayuda internacional para no quedar en evidencia de cara afuera, o limitar el acceso de los miles de voluntarios llegados de todas partes para esconder la magnitud real que ha alcanzado la tragedia a causa de los graves errores de cálculo cometidos son solo algunas de las muestras de este torpe comportamiento.

Un comportamiento a todas luces negligente que, una vez consumado, no se resuelve compareciendo cada día ante los medios de comunicación con el chaleco de los servicios de emergencia —como se ha dedicado a hacer Carlos Mazón como si pretendiera hacerse perdonar algo—, y que, además de las responsabilidades penales que se deriven de ello, debería conllevar también la asunción de responsabilidades políticas, que en cualquier democracia que merezca este nombre haría días que se habrían saldado con una retahíla de dimisiones. En este Estado fallido que es España, sin embargo, una semana después del desastre monumental, no solo nadie ha dimitido ni piensa hacerlo, sino que lo único que han hecho el PP y el PSOE —uno gobernando en el País Valencià, el otro en la Moncloa— ha sido tirarse los trastos por la cabeza. El propio Carlos Mazón, lejos de plantear irse, aunque solo fuera por decencia, se ha atrincherado, ha intentado combatir la incompetencia con la mentira —ha llegado a decir que había pedido la intervención del ejército español antes de que su gobierno hubiera enviado los avisos de alarma— y ha tratado de repartir las culpas justamente con el gobierno español.

A las autoridades solo les importa su supervivencia y lo único que pretenden unos y otros —el PP y el PSOE— es que sus actos miserables y criminales permanezcan impunes

Todo ello lo ha hecho con el apoyo inestimable del presidente del partido, Alberto Núñez Feijóo, que ha aparecido a ojos de la ciudadanía como un dirigente insensible más, solo preocupado por las miserias de la politiquería. Lo que le ha pasado en su caso, más allá de que los toros le gusten más o menos, es que, como tantos gallegos, no ha sabido coger el toro por los cuernos y se ha perdido pretendiendo hacer recaer las culpas en los meteorólogos, que son los únicos en todo este drama que han actuado como era necesario. El intento del PP de desviar la atención y socializar las responsabilidades no le servirá, de todos modos, para esconder que el primer culpable de lo mal que se ha gestionado la respuesta a una catástrofe natural como la provocada por la gota fría de hace siete días es su presidente en València, a pesar de la impunidad con la que se sigue comportando todavía ahora. Eso no quita, no obstante, que Pedro Sánchez y el gobierno español no sean igualmente responsables de muchas cosas.

Y es que el líder del PSOE, en lugar de intervenir en seguida a la vista de la ineptitud mostrada desde el primer momento por Carlos Mazón y su equipo, prefirió dejar que el gobierno valenciano del PP se hundiera en su propia incapacidad de hacer nada bien, para que así quedara bien claro quién era el malo de la película. El inconveniente es que retrasar las ayudas perjudicó aún más a los afectados y puede que se le acabe volviendo en contra, porque no hay duda de que él también ha actuado tarde y mal y lo ha hecho, además, conscientemente para perjudicar al adversario político. Que no se sorprenda, pues, si a él también, como tuvo oportunidad de comprobar con la agresión sufrida el domingo en Paiporta, lo acaba pillando el toro. La estupefacción de uno de los bomberos franceses que, a pesar de ser rechazados por la administración española, decidieron plantarse por su cuenta en Alfafar al enterarse de que era el primer equipo de rescate que llegaba tres días después de la colosal riada lo dice todo.

Mientras tanto, la población, de Sedaví a Catarroja, de Xiva a Utiel, de Picanya a Massanassa —casi 900.000 habitantes—, ha visto, impotente, cómo no había medios de rescate para socorrerlos, pero sí para empezar a reparar la vía del AVE a Madrid; cómo no había grúas para retirar los vehículos damnificados, pero sí para dejar el camino expedito para que los reyes de España, acompañados de Pedro Sánchez y Carlos Mazón, pudieran pasearse y hacerse la foto. ¿A alguien le extraña que con todo esto los ciudadanos los recibieran con gritos de "asesinos" y "dimisión", y les lanzaran barro y que tuvieran que huir por piernas? ¿Qué se esperaban, que les hicieran la ola? Ahora se entiende por qué el Gobierno ha enviado miles de policías, no para ayudar a la gente, sino para vigilarla y controlarla, para impedir que se mueva por según qué lugares. ¿Es que quizás teme una revuelta social, dado el clima creciente de malestar y de indignación, y que estaría plenamente justificada por la irresponsable actuación de todos ellos?

Incluso si, como circula, alguno de los bandos —con el Rey incluido, que siempre ha pertenecido al mismo y todo el mundo sabe cuál es— lo preparó para sacarle rédito partidista, no da la impresión de que nadie haya salido bien parado. Más bien al contrario, fue un episodio más de esa imagen de país de pandereta que España tiene en el exterior. A miles de ciudadanos la vida es como si se les hubiera escurrido, pero a las autoridades solo les importa su propia supervivencia y lo único que pretenden unos y otros —el PP y el PSOE— es que sus actos miserables y criminales permanezcan impunes. Por mucho que a esta clase política solo le interese que no la pille el toro, el hedor de cadáveres en descomposición se ha extendido por toda la huerta de València y a ellos, que tienen todos las manos manchadas de sangre porque han jugado con la vida de los valencianos, también les ha llegado. Claro que de un Estado que tiene de jefe a un rey que se disfraza de Madelman para hablar de una catástrofe sin precedentes no se puede esperar nada.