La inclusividad es la manera moderna de disfrazar el incumplimiento del principio fundamental del estado de derecho: la igualdad ante la ley, reconocida en todas las constituciones y conquista directa de las revoluciones protagonizadas por la burguesía en el siglo XIX. Aquella clase social que no tenía títulos, pero sí dinero, fue capaz de abolir los privilegios que la ley contemplaba para la aristocracia (nobles y togados) en beneficio de su creciente poder económico. Y de forma paralela, después, la formulación moderna del estado a la vez como estado social y como estado de derecho ha retorcido aquella igualdad formal en beneficio de otra clase social, que no tiene ni títulos, ni dinero en exceso, pero que a fuerza de votos ha conseguido poner de manifiesto una cara oculta y valiosa de la democracia, un mandato implícito en el axioma de la igual dignidad humana: que la mayoría no debe coartar o restringir los derechos de las minorías. La inclusividad sería así el modo en que las mayorías se revisten de legitimidad en la aprobación de sus leyes, protegiendo lo que los más débiles en fuerza o en número no podrían conseguir por sí.
La inclusividad es la sofisticación del principio de igualdad material, aquella en la que se discrimina “positivamente”, desigualando para igualar. Pero, ¿cuánta inclusividad debe existir en un sistema jurídico sin que la igualdad desaparezca? ¿Debe ser la escuela tan inclusiva como para otorgar una titulación a quien carece de aptitudes para conseguirla? ¿Debe hacerlo también en el acceso a la función pública, aunque sea en perjuicio de quien tiene mejores cualidades?
Pero vayamos al tema que me ha inducido a tratar la figura de la inclusividad aquí. Hemos sabido recientemente que en las escuelas catalanas no se sirve carne de cerdo. Que le digan a la comunidad china y a la japonesa, al menos a la parte que no profesa la religión musulmana, que el cerdo es malo para la salud, y a la industria porcina catalana que ya no les enviará esa carne nunca más; resultará evidente que en ese particular no se van a poner de acuerdo con quienes se declaran fieles a Alá.
Ya solo nos queda que la gente deba ser respetada en su derecho a dejarse morir de hambre en virtud de su trastorno alimentario
El Gobierno español ha revestido de inclusividad y salud alimentaria lo que en Catalunya ya se hace desde hace tiempo a partir de su propia normativa y que la Generalitat justifica diciendo que quiere ser más inclusiva. Dice el nuevo decreto del ministro Bustinduy que quiere alejar de los menores la bollería industrial, al tiempo que les acerca menús diversos en razón de sus creencias (¿todas?, ¿un menú sin carne en la cuaresma cristiana también?) o tendencias (veganas incluidas, aunque se sepa de sus carencias alimentarias, sobre todo en la gente en formación). Ya solo nos queda que la gente deba ser respetada en su derecho a parecerse a Lalachus o a dejarse morir de hambre en virtud de su trastorno alimentario para que la inclusividad sea completa. Mientras tanto, la persecución de la pornografía que a esos mismos menores les envenena el cerebro es un capítulo que abordaremos siempre en otra ocasión.
Me dirán que exagero, que llevo el razonamiento al absurdo. Y es verdad, pero ahora me permito plantearlo en otros términos: si la mayoría de la población en este país fuera de religión musulmana, la libertad religiosa, o el derecho a tener una comida acorde con las restricciones que cada religión impone a sus fieles ¿serían respetados por las normas impuestas por la mayoría? No hay más que mirar qué sucede en los países de los que son originarios quienes ahora reclaman aquí poder asistir a clase con velo, hurtar la gimnasia a las niñas que ya menstrúan o disponer de comida ad hoc en el comedor del colegio. La confesionalidad no es necesariamente incompatible con la libertad religiosa, pero en esos casos parece que sí.
Pues nada, ya que quienes nos gobiernan solo se pronuncian para felicitar el Ramadán, les deseo una provechosa Semana Santa y una feliz Pascua.