Cuando un partido que ha tocado poder lo pierde, es cuando acostumbran a aparecer los trapos sucios. Mientras lo ha tenido y sus miembros, especialmente los dirigentes, han podido disfrutar de los beneficios que se derivan de ello —cargos, sueldos, dietas, coches oficiales, descuentos, favores, canonjías y todo tipo de prebendas—, todo ha sido una balsa de aceite. La cohesión interna ha estado garantizada más allá de las diferencias personales. Pero cuando todo esto desaparece surgen los problemas que en tiempos de bonanza no es que no existieran, es que estaban amortiguados, y estalla el conflicto de manera más o menos cruenta, en función de los agravios, reproches y malentendidos acumulados.

Es lo que sucede desde hace meses en ERC, donde las diferencias entre unos y otros se están resolviendo a cuchillazos. Tras cuatro batacazos seguidos en el último ciclo electoral —en las elecciones municipales y españoles del 2023 y en los comicios catalanes y europeos de este 2024—, que han debilitado seriamente la presencia y la capacidad del partido en todos los ámbitos, la buena sintonía exhibida en los últimos años por el aparato de dirección ha explotado, como si de una olla a presión se tratara, y ha quedado hecha trizas. La onda expansiva se ha llevado por delante todo lo que ha encontrado, fuera persona, animal o cosa, pero el recuento de daños todavía no es definitivo porque, al parecer, hasta el congreso del 30 de noviembre, son capaces de hacerse más daño del que se han hecho hasta ahora.

La de ERC no es, sin embargo, la crisis típica que, en mayor o menor medida, sufren todas las fuerzas políticas cuando pierden el gobierno. En su caso hay que añadirle un factor que la agrava de manera irreversible: el descubrimiento de la existencia de una estructura llamada B —que en teoría quiere decir que no es la oficial— que ha hecho lo que le ha parecido sin ningún tipo de control, hasta el punto de situar al partido al borde del abismo. Una estructura que se ha puesto al descubierto precisamente porque las cosas no van bien, porque si no hubiera sido por esto tampoco habría salido a la luz pública, y de la que nadie quiere saber nada. Todo el mundo se desmarca como si huyera de la peste. Y no es para menos, porque lo que ha llegado a perpetrar esta estructura B es indigno, no ya de una formación política, sino de la condición humana.

La ventaja de ERC respecto de otras fuerzas políticas en este terreno es que es una experta en crisis internas y, hasta ahora, en superarlas, aunque muchas veces haya sido a costa de escisiones.

Y es que esta estructura paralela es la responsable del juego sucio contra los rivales de ERC, pero lo que ha causado más daño es que sea también la autora de la campaña difamatoria contra los hermanos Maragall —Pasqual y Ernest— a cuenta del Alzheimer —la enfermedad que sufre el 127º presidente de la Generalitat y exalcalde de Barcelona—, que se puso en circulación con motivo de las elecciones municipales del 28 de mayo del pasado año. El partido mismo tomaba posición en contra de su propio candidato en la capital de Catalunya. Inaudito. Es normal que nadie quiera hacerse cargo de una ignominia de esta magnitud y llama la atención cómo los cuatro candidatos a dirigir la formación que se presentan al congreso del 30 de noviembre se han apresurado a desvincularse de ella y han señalado con el dedo acusador al candidato de al lado. Algunos, ciertamente, no tienen nada que ver, pero los que hasta ahora estaban en la dirección no pueden pretender que no sabían nada, porque no se lo cree nadie.

Alguien tenía que haber autorizado la creación de esta estructura B, porque lo que es obvio es que no surgió por generación espontánea, como si de una seta se tratara. Y quien tenía la capacidad de hacerlo es quien estaba en el aparato de dirección, de manera que tanto la camarilla de Oriol Junqueras como la de Marta Rovira no pueden rehuir la parte de culpa que les corresponde y deben ser considerados responsables. No basta con que el exviceconseller de Estratègia i Comunicació, Sergi Sabrià, y el exdirector de comunicación de ERC, Tolo Moya, hayan dimitido y se hayan convertido en los chivos expiatorios de un escándalo que por fuerza debe tener responsables más arriba, sea por acción sea por omisión. Porque tan grave es si estaban al tanto como si no, y, de hecho, no queda claro cuál de los dos comportamientos es peor.

En medio de todo este enredo, y mientras no paran de salir trapos sucios, en especial de Oriol Junqueras, que es obvio que alguien filtra interesadamente, cada vez son más las voces que entienden que hacen falta caras nuevas para sacar al partido del hoyo en que se encuentra. Un mensaje que apunta claramente contra quien en su día fue el número dos de Carles Puigdemont en el Govern y que, a pesar de haber presidido la formación en los últimos trece años, desde el 2011, quiere continuar al frente del partido y con este propósito se presenta al congreso del 30 de noviembre. Una de las últimas personas que le ha enseñado la puerta de salida ha sido la expresidenta del Parlament Carme Forcadell, con el argumento de que los dirigentes que tenía ERC el 2017 tienen que irse porque así se lo pide la gente, que, dice ella, "nos ha enviado al rincón de pensar". De hecho, la gente más bien les ha enviado a otro sitio, pero sí, tiene toda la razón, tienen que irse. Y como ella también lo creen otros exdirigentes como Joan Puigcercós, Ernest Benach, Joan Ridao, Josep Huguet, Joan Manuel Tresserras, Xavier Vendrell, Dolors Bassa, Marina Llançana, Marta Cid, Manel Balcells o Meritxell Serret, para todos los cuales es Oriol Junqueras quien efectivamente se encuentra en el ojo del huracán del problema.

Hasta que la formación no se los haya quitado todos los problemas de encima, no estará en condiciones de volver a tener un papel, como también tienen que hacer el resto de actores del bloque soberanista —no solo los partidos, también las entidades—, que tanto han defraudado las expectativas de los electores independentistas de buena fe que habían confiado en ellos. La ventaja de ERC respecto de otras fuerzas políticas en este terreno es que es una experta en crisis internas y, hasta ahora, en superarlas, aunque muchas veces haya sido a costa de escisiones. Para no ir muy lejos, solamente desde el 1980, como mínimo ha tenido tres rupturas sonadas: la de Joan Hortalà el 1989 con la creación de Esquerra Catalana, la de Àngel Colom y Pilar Rahola el 1996 con la fundación del Partit per la Independencia (PI), y la de Joan Carretero el 2009 con la constitución de Reagrupament, nacido el 2007 como corriente interna, como partido político. Y todas acabaron engullidas, para que quede claro cuál es el terreno de juego en el que se mueve el escenario político catalán, en la órbita de CDC (o del PDeCAT).

Los cuchillos, los cuchillazos, en ERC siempre han volado de un lado a otro y esta vez no es ninguna excepción. De hecho, lo hacen más que nunca. Y, por lo que se va viendo, ¡ya lo creo que la sangre llega al río!