A estas alturas, la práctica totalidad del submundo internauta ya ha podido sonrojarse viendo las imágenes del presidente 46 de los Estados Unidos perdiendo el juicio, susurrándose frases a sí mismo como quien pasa el rosario, durante el reciente debate en la CNN. Un hombre con poca retórica, cerebro y gravitas puede llegar a ser presidente de la primera potencia del planeta: George W. Bush, para poner un ejemplo evidente, se enorgullecía de ser incapaz de escribir ciertas palabras básicas del inglés sin faltas de ortografía y recibió la noticia del ataque a las Torres Gemelas poniendo cara de bobo mientras leía un cuento infantil en un centro de niños. El problema de Biden no fue estrictamente verbal, sino más bien el de estar muy lejos de ofrecer una imagen corporal de poder mínimamente gallarda. Nos puede pesar mucho, pero la política mundial prefiere las mentiras servidas con baronía que la honestidad anciana.

Puede parecer delirante que el debate para alcanzar la oficina más preciada de la democracia mundial acabe con dos individuos viejos e indolentes discutiendo sobre quién juega mejor al golf. Pero la anécdota se hace categoría si pensamos en cómo los políticos (y también la población general, a la cual se parecen muchísimo) tienden cada vez más a la teocracia. No hay que repasar demasiado la historia para ver cómo el despotismo vincula el poder a la imagen sacralizada del líder; Trump puede parecer un memo y un golpista profesional, pero debe tener algún asesor lo bastante inteligente para haberle convencido hace unos cuantos meses de la necesidad de adelgazar y hacer mejor vida. El debate de Joe Biden no fue solo desastroso en la sintaxis; provocaba mucho más pavor el rostro cadavérico del demócrata escuchando a su oponente, abriendo ojos y boca como si acabara de darse cuenta de que había perdido el teléfono móvil.

Mientras la casta procesista va transmutándose en la cara mortuoria de Biden, el país está haciendo todo lo posible para abocarnos a Trump

Hace cuatro años, las élites del partido azul escogieron a Biden de candidato menospreciando la habitual democracia abierta de las formaciones yanquis. Eso puede regalarte aire para excitar el voto del miedo, como ha pasado hasta ahora en Francia, pero hay un momento en que el pueblo desconfía de los tecnócratas para abrazar el desenfreno. Los votantes trumpistas no son, como dicen la mayoría de medios europeos indocumentados, un grupo de fascistas de campo. Son gente fatigada de los estamentos de la política y la judicatura tradicional, que prefieren el símbolo de una autoridad temporalmente fuerte (como dice el mismo candidato republicano, "seré un dictador, pero solo un día") por mucho que eso atente contra sus derechos fundamentales. El cuerpo yermo de Biden marca el fin de un sistema urdido dentro de oficinas; cuando matas la clase media de Occidente, a la gente ya le está bien reflejarse en hoteles horteras y casas de putas.

La figura de Donald Trump tiene esta deformidad bella de clown zanagórico (un gesto camionero que comparte con el espinazo de Marine Le Pen y los ojos medio locos de Sílvia Orriols) y su falta de escrúpulos en relación a la verdad ha acabado provocando que parezca más joven de lo que es. Eso no es un hecho menor; Trump puede tener miles de defectos, pero ha salvado la prueba de la resistencia y no ha caído en el saco de la gerontocracia, algo importante en un país donde hay un Congreso con un 50% y un Senado con un 75% de políticos nacidos antes de 1965, A su vez, Trump ha captado bien el clima antipartitocrático que se respira en todo el mundo: de hecho, su amplísima nómina de insultos va mucho más dirigida a los republicanos que a su rival, al cual incluso acabó tratando con condescendencia durante el debate. Trump no quiere matar a la democracia, sino llevarla al nivel más gutural.

Cuando América estornuda, Catalunya puede acabar en cuidados intensivos. De momento, en el país no tenemos un candidato con suficiente energía para emular a Trump. Pero la partitocracia nacional está haciendo méritos para que acabe emergiendo esta figura. De momento, a pesar de ver la posibilidad de un Govern bien alejada, los grupos del Parlament han decidido que era un buen momento para subirles el sueldo a los asesores de los partidos. Hace pocos días, el presidente Josep Rull pasó de ser aquel chico simpático que decía que "en el Parlament se tiene que poder hablar de todo" a amonestar a la lideresa de Aliança Catalana porque su discurso era contrario a los derechos humanos (muy bien, Josep; ¡les has dado unos cuantos miles de votos más!). Mientras la casta procesista va transmutándose en la cara mortuoria de Biden, el país (y el periodismo sensacionalista) está haciendo todo lo posible para abocarnos a Trump.

Menos mal que, de momento, nuestros ultras van cortos de bolsillo... y son más bien vagos.