Jaume Sisa se preguntaba en una canción como se podía hacer, con tanto calor, la guerra de Cuba. Así que, advertido, ni corto ni perezoso, héme aquí que me instalo en un parque municipal para resistir la canícula nuestra de cada día, y prontamente suspiro agradecido, ay sí. Se me puede ver intimando con las humedades vegetales más verdes y más tiernas, fundiéndome de cuerpo entero en la frescura de las sombras. Incluso diciéndole cara a cara, a un plátano de oriente, transformado en Jerjes, aquella melodía de Ombra mai fu, el larghetto delicado de Händel que va desgranando unas palabras elementales de Nicolò Minato. Con lo bien que estás cuando estás bien. Total, que había pensado en bostezar y en tumbarme como un gato sobre el césped protector, cuando desembarca, rozando mi territorio, legítimamente ocupado hacía escasos minutos, una madre con sus dos hijas, la más pequeña repantigada en un cochecito de estos que hacen ahora, que parecen hechos expresamente para atravesarlos y hacer con ellos barricadas de la CUP. La señora, dignísima, se sienta en un banco y encadena llamadas telefónicas con mensajes escritos a través del celular. No fuma ni grita. La hija mayor juega sola con una muñeca de trapo mientras que la otra se lo va mirando todo y no pierde comba, con un gesto de escepticismo infantil que enamora. Esta niña encochada posee una excelente cara filosófica, como de viejo buda sapientísimo, o de venerable Dalái lama que se haya reencarnado por aquí, por el barrio. Lo que sucede a continuación sucede muy deprisa. La madre, no entiendo muy bien por qué, deja de hablar por teléfono y le mete un rapapolvo a su hija mayor, que primero intenta contestar pero luego se contiene. La mamá tiene mal café. No admite disidencias y no pone en práctica ni la negociación ni el diálogo. Es más, se retira un poco de sus vástagas para hablar más tranquilamente a larga distancia. La hija mayor, cuando se siente fuera de la mirada materna juega a imitarla. Tan bien como puede. Se encara con su hermanita y la regaña haciéndole de madre, exactamente con las mismas palabras, con las mismas reflexiones y amenazas que acaban de utilizar contra ella. Tiene muchos argumentos. La hija mayor es la segunda en la jerarquía familiar y lo tiene clarísimo. De modo que, una vez aleccionada la hermana menor, después se encara con la muñeca de trapo. No sólo hay palabras gruesas con la muñeca, también hay brotes de violencia física. Al ser una niña razonable y que sólo maltrata a seres no vivos, consuela a la muñeca y luego le da besitos, porque ya ha aprendido que lo mejor de las peleas son las reconciliaciones. Y porque ha probado la miel del poder.
Hay días, a menudo, que la información política tiene más características de conflicto infantil en un parque que de controversia ideológica o social. De debate serio. Hay representantes políticos, educados en nuestro más que satisfecho sistema escolar, procedentes de familias progresistas y practicantes de las mejores intenciones, que continúan jugando con muñecas y en casas de muñecas. Cuando la concejal de la CUP de Navarcles, Ylènia Morros, tiene el valor, el atrevimiento, de interrumpir el monólogo de un humorista con el que no está de acuerdo, porque se ha sentido ofendida, o por la razón que sea, es que se ha convertido en una puritana. Una puritana que hace con quien identifica como inferior lo mismo que le han hecho a ella. No es una puritana como Carmen Polo de Franco, ni como la monja alférez, eso ya lo tenemos claro, levanta otras banderas, muy bonitas por cierto, pero la intolerancia y el despotismo son exactamente los mismos. Porque el humor siempre será transgresor, molesto, impertinente e hiriente, porque si no, no es humor. Si no cuestiona nuestra tranquilidad de conciencia, si no nos dice lo que no es políticamente correcto, no es humor. Tan inglés es el humor de Blackadder como el de Benny Hill, tan catalán es el del señor Barragán como el de Joan Capri. Si aún pensamos que todos somos Charlie Hebdo o que lo quisiéramos ser, hay que admitir que las bromas contra Mahoma son gruesas, insultantes, incómodas. Y que algunos pagaron con la vida el derecho a la libertad de expresión. Que incluye el derecho de insultar a los demás.
Es igual que Jordi Cuixart haya pasado tres años y medio en prisión, es igual que sea independentista como muchos de nosotros. Me es indiferente que su corazón atesore las mejores intenciones y su cabeza los proyectos más benéficos y humanitarios. Si su madre ⸺supongamos⸺ o el Dalái lama le enseñaron a no pitar a los políticos, a no hacer escraches ni acosos públicos, a presumir de excelente persona, hará muy santamente siguiendo su ejemplo. Pero de ahí a regañarnos, a todos los demás, de ahí a hacernos callar, a exigirnos que no nos expresamos como y cuando y de la manera que queramos, es intolerable. También es puritanismo. Supremacismo moral. Sobre todo porque los políticos, empezando por la alcaldesa de Barcelona, tienen infinidad de posibilidades para expresarse a través de los medios de comunicación a los que sobrefinancian y esclavizan. En contraste con nuestro pueblo muy menudo amordazado. Sobre todo porque la alcaldesa de Barcelona no tenía nada que decir durante las fiestas de Gracia ⸺hace tiempo que no tiene nada que decir⸺, y hablar sin decir nada es atacar a tu propio derecho a la libertad de expresión. Una alcaldesa que le debe el cargo a los votos de la ultraderecha de Manuel Valls no resulta muy creíble. Es difícil trabajar por la unidad de la sociedad catalana cuando, para empezar, Cuixart se arroga una autoridad moral que nadie le ha concedido. Es difícil trabajar por la unidad política de la mayoría democrática cuando se exhiben comportamientos tan poco democráticos, y mucho más grave aún, tan infantiles. No estamos jugando con muñecas sino con la emancipación nacional y la mejora económica y social de todos los catalanes. Y exigimos algo más que buenas intenciones y mejores palabras.