Francesc de Dalmases increpó a la subdirectora del FAQS, la agarró por la muñeca y la encerró en un camerino para echarle la bronca. Incluso tuvo que salir un regidor de plató porque los gritos se colaban por el micrófono. Aunque algunos empezaron negándolo, lo han confirmado todo numerosos testigos. Desgraciadamente, Dalmases no es el primero y no será el último. En un país donde parecer bondadoso, piadoso y moralmente rectísimo es el mejor marketing político, la mala leche se saca en privado. La pagan —la pagamos— los que estamos en segunda o tercera fila intentando hacer nuestro trabajo lo mejor que sabemos, que no siempre es a favor de los intereses de quienes están al frente de las instituciones.
Dalmases le gritó a una periodista por hacer su trabajo igual que Josep Borrell, entonces ministro de Asuntos Exteriores, abandonó una entrevista con la televisión alemana DW a raíz de las preguntas de Tim Sebastian sobre Catalunya. Igual que Oriol Junqueras advirtió a Antoni Bassas al considerar que daba coba a la huelga de hambre de los presos de Junts y cedía a su chantaje. Igual que Sergi Sabrià quería amedrentar a gritos y golpes en la mesa a Marina Fernández, que lo entrevistaba para esta casa. Intimidar funciona y los políticos lo saben. En una ráfaga de gritos de alguien que consideras que puede dejarte sin trabajo siempre acabas dudando si has hecho algo mal y es fácil que te eches la culpa a la espalda. Y que rectifiques, que no es más que ceder a la voluntad de quien, desde una posición de dominio, se aprovecha de tus grietas de inseguridad para doblegarte y convertirte en una herramienta a su servicio. Con voluntad de dejar de tenerlo, sin embargo, el miedo puede ser fértil, porque resistir a la capacidad de deformación del temor te hace más firme y consistente a largo plazo.
Dalmases le gritó a una periodista por hacer su trabajo igual que Josep Borrell, entonces ministro, abandonó una entrevista con la televisión alemana DW a raíz de las preguntas sobre Catalunya
En todas partes cuecen habas. Los hemos sufrido muchos. En un artículo en Núvol sobre La Fera, una plataforma de creadores de contenido que recibe pasta de Òmnium Cultural, decía que "estamos asistiendo al episodio en que Òmnium y la ANC toleran que se carguen el catalán en las escuelas y para compensarlo dan dinero a cuatro amigos para que salven con lo que puedan lo que ellos no han tenido narices de defender". Dar mi opinión, que es por lo que me quieren aquí, me costó una llamada de Roger Rofín, director de comunicación de Òmnium, en la que sólo se oyeron sus gritos. Quien quiere intimidar sólo busca reprocharte el precio de decir lo que piensas. La amenaza es un recordatorio de cuál es la estructura de poder que te somete. O a la que estás sujeto. Funciona porque, en la humillación del momento, el instinto de supervivencia te dicta que te adaptes para evitar que x vzuelva a pasar.
La torpeza de Francesc de Dalmases ha abierto la puerta para que estas prácticas —tan comunes en la política y el politiqueo como los amantes secretos dentro de los partidos— afloren a la superficie. Intimidar funciona hasta que la verdad quiebra el reflejo de yerno perfecto de unos cuantos diputados, consejeros y chamanes del independentismo; la hipocresía con la que se llenan la boca de libertad de expresión y democracia y después agarran a periodistas por la muñeca y las encierran en los camerinos. O llaman a articulistas para gritarles con el propósito de empequeñecerlas. O golpean la mesa en un ejercicio gorilesco porque no los has entrevistado como ellos querían. Este también es el país que tenemos, desgraciadamente, y es el país que tienen muchos. Eso no nos hace más normales, sólo nos hace más proclives a tener un Estado —si en algún momento llegamos a tenerlo— con la base podrida.