A diferencia de lo que opinaba ayer una articulista en El País, creo que la miniserie de Netflix de la que habla todo el mundo, Adolescencia, la tienen que poder ver los niños y las niñas de 12 años, como de hecho, prescribe la misma plataforma con el numerito correspondiente al principio de cada uno de los cuatro capítulos. Es más. Sería partidario que todas las escuelas del país la proyecten en clase —y ya me perdonaréis el sesgo vintage de proyecten, por aquello de las diapositivas o filminas y las pelis formativas que nos ponían en el cole de los boomers— porque, ciertamente, puede ayudar a pensar. Cuando, por lo que sea, somos incapaces de practicar el ¡Sapere aude!, es decir, atrevernos a pensar por nosotros mismos, como recomendaba Kant, buena es una buena de Netflix para ayudarnos a dar el paso (y más aún, en la era del algoritmo, que justamente está pensado para todo lo contrario). El paso de parar un segundo el reloj, mirar a nuestro alrededor, e imaginar cuál podría ser en nuestra vida el próximo plano secuencia, una técnica que Adolescencia borda con el fin de mantenernos todo el rato con los ojos más abiertos que Alex, el protagonista de La naranja mecánica cuando le aplican el tratamiento Ludovico para extirparle sus instintos violentos.
Por si no la habéis visto, Adolescencia va de un crío de 13 años, Jamie, hijo de una familia de clase media-baja inglesa, que apuñala y mata a una compañera de instituto, Katie. La historia engancha y duele en el estómago a partes iguales por mil motivos, pero sobre todo, porque hace emerger lo que hay detrás de una realidad que sí que vemos, claro que sí, pero preferimos hacer como si no la viéramos, quizás con el secreto deseo de que el fantasma pase de largo, ojos que no ven, corazón que no siente. Y es una realidad de violencia sostenida, institucional, social, comunitaria y colectiva, de grupo, pero también y necesariamente individual, que en Adolescencia y en la vida se desborda en cualquier momento, en casa, en la escuela, en la comisaría, en el centro de detención, justamente porque es la estructura violenta del mundo lo que permanece.
La violencia es la brutal detención con que arranca la historia, la salvaje irrupción del comando S.W.A.T. en la casa de Jamie (interpretado por el actor Owen Cooper), justo a la hora de levantarse para ir a la escuela, y los dos interrogatorios a los que es sometido, a cargo de la policía y la psicóloga (Erin Doherty). La violencia es la banalización del asesinato por parte de los y las compañeras de clase de Katie ante la aparición de los investigadores de la policía en la escuela, acompañados de la aturdida maestra de primaria, quintaesencia del drama que siempre ha sido la escuela, incapaz de entender nada. La violencia es lo que liga la indiferencia del aula con las patadas de la amiga de Katie en la cara de uno de los chicos implicados, en el segundo capítulo, y la estigmatización y la criminalización del padre, de la madre y la hermana de Jamie, en la última parte. La violencia es, en fin, el recuerdo amargo del padre, Eddie, interpretado de manera magistral por Stephen Graham (el inolvidable skin racista de This is England), a quien el abuelo de Jamie apaleaba con el cinturón desabrochado, lo que él nunca quiso hacer con su hijo. De aquí la pregunta inexcusable, sacrificial, la autocondena: ¿qué he hecho yo? Inexorablemente, en el último capítulo se cumple la ley del padre culpable. El padre, como también la madre y la hermana, se tiene que preguntar a lágrima viva qué hizo mal para que su hijo se haya convertido en un asesino de 13 años.
El problema de Adolescencia es que borra todas las fronteras entre culpables e inocentes o buenos y malos por más que intentemos salir del callejón sin salida señalando al niño criminal
Adolescencia no explica el asesinato de Katie, alguien que, en la realidad de Jamie, la de la pantalla de su móvil, solo existe en Instagram y en el vídeo-prueba del crimen. Por eso el chico es incapaz de entender qué significa morir. No estamos ante un thriller sino de un puñetazo en la cara de una sociedad construida sobre la violencia y su normalización cotidiana. Es cierto que la narración nos invita a buscar pistas en el mundo virtual donde Jamie y sus amigos se han constituido en un grupo rollo incel, los autodenominados cínicamente "célibes involuntarios", hombres jóvenes que se consideran rechazados sexualmente por las mujeres. Esta percepción se basa en la teoría del 80/20, según la cual el 80% de las mujeres solo escogen al 20% de los hombres y deriva en actitudes de rechazo profundamente misóginas, machistas y violentas hasta el extremo. Pero Adolescencia es mucho más que una denuncia de las redes sociales como vía de expansión y normalización de prácticas deshumanizadoras, o de violencia de género extrema contra una chica cosificada por el machismo adolescente que tiene "los pechos planos" y decide, ¡por ella misma!, con qué chico quiere o no irse a la cama.
La miniserie de moda te deja mal cuerpo. El problema de Adolescencia es que borra eficazmente todas las líneas de demarcación, todas las fronteras entre culpables e inocentes, o buenos y malos, o justos e injustos... por más que intentemos salir del callejón sin salida señalando al niño criminal. Hay alguna cosa en la mirada de Jamie que nos rebota en la cara, y nos la hace impenetrable, inalcanzable. Es la sensación que, en el tercer capítulo, transmite a la psicóloga, totalmente deshecha por las preguntas del chico, de la bestia herida de rostro angelical que nunca hizo "nada malo". La mirada de Jamie no es un espejo, es un muro, porque en el fondo, nos da miedo cerrar los ojos y mirar adentro.