El barón de Montesquieu, que como todo el mundo sabe es aquel filósofo de la división de poderes, fundamento de la democracia moderna, a quien asesinó doscientos años después un tal Alfonso Guerra –"Montesquieu ha muerto"– tiene, entre muchas otras sentencias extendidas por la red la siguiente: "No existe peor tiranía que la ejercida a la sombra de las leyes con apariencia de justicia".
Con apariencia de justicia, el magistrado de la sala segunda del Tribunal Supremo Pablo Llarena ha procesado por rebelión a la cúpula del proceso independentista, ha enviado a la prisión a 5 miembros más del Govern cesado por el 155 -Turull, Rull, Bassa, Forcadell y Romeva- (ya son 9 los políticos y líderes sociales catalanes encarcelados en Madrid) y ha empujado al exilio a la secretaria general de ERC, Marta Rovira (ya son 7 los exilados en Bélgica, Suiza y Escocia).
Llarena, a la sombra del régimen del "A por ellos"!, gobierna España. Llarena ha vetado el acceso a la presidencia de la Generalitat de tres candidatos con todos sus derechos políticos intactos: Carles Puigdemont, Jordi Sànchez y Jordi Turull. Como alguien ironizaba en Twitter, la Generalitat de Catalunya es ahora la "Llarenalitat". Llarena es el presidente "efectivo" de la Generalitat porque en España, la tiranía se ejerce a la sombra de las leyes.
Ninguno de los 25 procesados por Llarena ha matado a nadie. Ni ha secuestrado a nadie. Ni, a diferencia de lo que hizo el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero el 23 de febrero de 1981, al irrumpir pistola en mano en sede parlamentaria, siguiendo la más profunda tradición golpista española, ha disparado ningún tiro por mucho que el juez Llarena lo intente hacer ver. Es lo que pretende cuando afirma en el auto de procesamiento que los concentrados ante la sede de la Conselleria d'Economia el 20 de septiembre del 2017, mientras la Guardia Civil la registraba, actuaron con la misma fuerza que "una toma de rehenes mediante tiros en el aire". Si Juan Carlos I edificó su reinado sobre el golpe del 23-F, Felipe VI intenta hacerlo sobre el 1-O. Un "ataque al Estado" que, según el juez Llarena, todavía está vivo. Para que se reactive -solo- sólo hay que levantar el 155: aviso a Rajoy.
Llarena procesa el final del procés que le hubiera gustado ver (y que nunca existió): un estallido de violencia provocado por independentistas fanáticos
He escrito aquí que Llarena ha usado la técnica de la posverdad en su auto porque decir que "miente" -cómo me han sugerido varios lectores- me parece quedarse corto. Para mentir hacen falta hechos. Hechos que son negados, o manipulados; pero para poner en marcha el ventilador de la posverdad, como hace Llarena, sólo hay que imaginar (presuntas) "voluntades" y (presuntos) "representaciones". No hace falta "probar" nada, sino "ficcionar" tanto como haga falta. Por eso el juez puede escribir sin despeinarse que los principales líderes independentistas "siempre tuvieron que representarse que el proceso acabaría con el recurso a la utilización instrumental de la fuerza [por su parte]". Sin embargo, "en todo caso" -continúa- "y aunque se entendiera que lo recogido a la instrucción no aporta la férrea justificación de esta intencionalidad inicial (...) por descontado que se representaron que el fanatismo violento de muchos de sus seguidores se tenía que desatar". Es decir, si los dirigentes del procés no impusieron la independencia por la fuerza, se lo"representaron". He ahí la posverdad en acción. La ficción sustituye a la demostración. En España, la prueba (judicial) ha muerto, como la división de poderes de Montesquieu. Incluso Felipe González ha caído en la cuenta. Llarena procesa el final del procés que le hubiera gustado ver (y que nunca existió): un estallido de violencia provocado por independentistas fanáticos dirigidos por Puigdemont, Junqueras, Forn y los Jordis.
Puigdemont no hizo efectiva la independencia mientras que Llarena ha hecho efectivo, por el contrario, el programa del 155: la liquidación de la cúpula del independentismo y del autogobierno. La mentira siempre es demostrable, aunque sea tarde; en cambio, la posverdad es un "pensamiento", una "voluntad", una "idea", un "deseo", una "representación" que lo aguanta todo. Con la postverdad sólo hace falta que un juez imagine un final alternativo incumplido para enviar políticos demócratas a la prisión. Políticos que no se han ajustado al guion del "delito".
El independentismo tendrá que asumir que tiene por delante no un combate por la restitución de la autonomía sino una guerra para salvar la democracia
El régimen del "A por ellos!" ha jubilado esa idea de España que ya no puede hacer lo que le de la gana con la que, pese a todo, el independentismo aún ha continuado soñando. Asumido que Jordi Sànchez no sería investido, JxCat y ERC pensaron que Madrid no podría hacer nada para parar a Jordi Turull. Desde luego que la CUP no ayudó con su abstención una vez se conoció la intención de Llarena de torpedear con los procesamientos la investidura del conseller de Presidència cesado. Pero el problema no era la CUP, era Llarena, era el estado de excepción de facto que nadie ha suspendido.
El independentismo, de nuevo noqueado por los encarcelamientos, tendrá que asumir de una vez por todas que lo que tiene delante no es un combate por la restitución de una autonomía que ya no volverá a ser lo que era, sino una guerra para salvar la democracia. No es suficiente con pleitear ni con manifestarse. Ni con indignarse. Puigdemont y los consellers y conselleres que se marcharon a Europa, como Anna Gabriel y esta semana Marta Rovira lo tienen muy claro. Cuidado, Inés Arrimadas; atención, Miquel Iceta; no tardes en ponerte del lado que te corresponde, Xavier Domènech, porque esto ya no va sólo de independencia. El tufo que desprende la escena no engaña. Y mientras haya quien mire hacia otro lado cuando ve los lazos amarillos en los escaños vacíos, no habrá concordia.