La historia política y cultural de Catalunya en los últimos 300 años es la historia de una restitución interrupta. Así, la restitución de Carles Puigdemont en la presidencia y el Govern cesado por el 155, se lleve o no a cabo, se añade a una larga cadena de intentos por recuperar la institucionalidad de la que el país fue desposeída. Ya fuera como consecuencia de una derrota política y/o militar frente al poder central, o bien de un cambio de régimen, por una causa u otra, en el conjunto español, como el que la actual crisis Catalunya-España ha dejado al descubierto. Ahora, la democracia española va desnuda y los españoles (y españolas) no tardarán en caer en la cuenta de que las porras del referéndum no son el principio del fin del procés independentista, sinó el inicio de una regresión acelerada de la democracia en España. Los albores de un nuevo régimen.
Restituir las instituciones, la estatalidad y las libertades abolidas por el centralismo borbónico tras la derrota austriacista en 1714 era el objeto del primer Memorial de Greuges, el de 1760, entregado a Carlos III, un siglo largo antes que el más famoso, el que en 1885 se presentó a Alfonso XII en clave federalista y precedente de las Bases de Manresa; lo mismo se pretendió con la poco conocida restauración de la Diputació del General o Generalitat con muy amplias atribuciones llevada a cabo durante la tercera guerra carlista, como ayer explicaba aquí Marc Pons. Otro intento fue la Mancomunitat, suprimida por la dictadura de Primo de Rivera; y, por supuesto, la Generalitat republicana de Macià y Companys, la primera Generalitat moderna, abolida por Francisco Franco tras ocupar el país al final de la Guerra Civil, y lo fue la restauración del autogobierno ahora suspendido por el 155 tras la muerte del dictador y la llegada de la democracia del 78. Y es un deseo de restitución, del Estatut de Autonomia de 2006 laminado por el Tribunal Constitucional, la chispa que encendió el llamado procés y ha convertido el independentismo en un movimiento de masas y una opción con posibilidades ciertas de conseguir su objetivo. Y de ahí el pánico y la reacción represiva de Madrid, que, ante el desafío democrático catalán, ha acelerado el proceso de regresión democrática y la configuración del nuevo régimen, de esa democracia “imperfecta” a la que alude el último informe de The Economist sobre la calidad democrática de los estados del mundo.
En la equiparación fake y miserable entre Tejero y Puigdemont emerge el relato legitimador del nuevo régimen
El nuevo régimen. Obsérvese el paralelismo que estos días, con motivo del 50º cumpleaños de Felipe VI, han trazado algunos diarios de Madrid entre la mayor crisis política a la que se enfrentó su padre, Juan Carlos I, el golpe de Estado del 23-F, y la crisis catalana a la que ha hecho frente el actual jefe del Estado. En esa equiparación fake y miserable entre el golpe de Tejero y la república catalana de Puigdemont, con el monarca de por medio, emerge una de las claves argumentales con la que el nuevo régimen está construyendo su relato legitimador. Si en los años ochenta el freno en el último minuto al golpe de Tejero -para muchos, autogolpe- por parte del Rey, en su condición de jefe del Estado y de los ejércitos, se utilizó como prueba definitiva de la apuesta por la democracia del heredero de Franco, el “A por ellos” avalado por Felipe VI contra el independentismo catalán -declaración del 3 de octubre, mensaje de Navidad y intervención en el foro de Davos- se pone ahora en valor como prueba de la renovada “autoridad” de la Corona española tras una década de degradación y decadencia a caballo de Nóos y las Corinnas. Si el 23-F sirvió para consolidar la monarquía de Juan Carlos mediante un acto de ruptura “efectiva” con el franquismo nostálgico, la renovada “autoridad” de la corona de Felipe VI se cimienta, insisto, en el “A por ellos”, es decir, en el aniquilamiento político de un movimiento democrático sustentado por 2 millones de ciudadanos catalanes sin reparar en costes (la doctrina Rubalcaba). He aquí el capítulo fundacional del nuevo régimen y un auténtico giro copernicano en la percepción -y la relación- entre la monarquía española contemporánea y los catalanes.
La renovada "autoridad" de la Corona de Felipe VI se cimienta en el "A por ellos"
Quizás la especificidad de la restauración de Puigdemont resida no tanto en el aplazamiento (a la fuerza ahorcan) de la ilusión republicana, de la independencia, sino en el descubrimiento de la verdadera naturaleza de la democracia española. Esa es la razón que explica por qué tantos independentistas aún no dan crédito a las imágenes de la represión policial del referéndum o de que Junqueras, Forn y los Jordis continuen en prisión: nunca hubieran creído que la España democrática, esa España que ya hace 40 años que dejó atrás -se suponía- el franquismo puro y duro, esa España convertida a medias a la democracia por Europa y el catalanismo, llegaría a ese extremo. Y es también esa convicción (errónea), aderezada con la osadía democrática, y el idealismo ingenuo, y, claro está, la legítima reivindicación de la dignidad pisoteada, lo que también explicaría que los líderes independentistas llevaran adelante su proyecto sabiendo que la república no se haría “efectiva”. Que es justo lo que, en un ataque de presunto realismo a las antípodas de la posición que mantuvo durante aquellas horas cruciales de finales de octubre, exige ahora ERC a Puigdemont para desbrozar la restitución de las instituciones y suspender el 155. Pero la Generalitat "efectiva", pese a sus 700 años de historia, no dejará de ser la Generalitat tutelada por el 155. Ese es el talón de Aquiles de la estrategia “realista”. Por ello, la única manera de superar el carácter tutelado de la restitución -el 155 siempre estará ahí, advirtió Mariano Rajoy- será, más pronto que tarde, la de (re)iniciar el proceso hacia la independencia.
Macià y Tarradellas lo tuvieron más fácil que Puigdemont para volver a Catalunya
En los años treinta, el después president Francesc Macià, teniente coronel del Ejército español, fundador de Estat Català y de ERC y que protagonizó el frustrado complot independentista de Prats de Molló y fue deportado curiosamente a Bruselas; o en los años setenta, Josep Tarradellas, que tozudamente mantuvo la presidencia y la Generalitat en el exilio tras la derrota republicana en 1939, pudieron volver a Catalunya cuando se produjo un cambio de régimen en clave democrática en España, ya fuera la república o la monarquía parlamentaria. Macià y Tarradellas, he aquí una de las grandes paradojas del momento, lo tuvieron más fácil que Puigdemont para volver a Catalunya. Ahora, la España del nuevo régimen no quiere pactos con Puigdemont, el nuevo líder de la restitución catalana. A diferencia de 1931 o de 1977, parece que España ya no quiere ser una democracia. O que, tratándose de los catalanes, le importa menos que poco.