Parecía tan obligatorio como te guste Rosalia, pero servidor no ha ido a los dos históricos conciertos de despedida de Barcelona de Bruce Springsteen en el Estadi Olímpic Lluís Companys. No he hecho por ir no por desinterés o animadversión, sino porque no he sido seguidor del rockero norteamericano más para todos los públicos, aunque siempre he vivido rodeado de fans suyos, amigos y compañeros a los que quiero y aprecio. En su día, es decir, hace 40 años, yo también tenía grabados en una cinta de vídeo sistema Beta los clips del mítico Born in the U.S.A y el eterno Dancing in the dark. Dos grandes hits de aquel working class hero con guitarra de los pérfidos EE. UU. (todo un anatema para según quién de la izquierda auténtica, como también lo eran The Ramones, otros enamorados de Barcelona a los que sí que vi en vivo y en directo) que catapultaron globalmente al Boss a un mundo que todavía era el de la Guerra Fría. Un mundo en el que los jóvenes de barrio pillábamos de los programas de música de la tele cualquier vídeo de rock o pop que molara: desde el Thriller de Michael Jackson al Sexy + 17 de Stray Cats pasando por el Kill by death de Motörhead o Barcelona Ciudad de Loquillo, quien, por cierto, a pesar de haber dicho aquello de "No nací en los USA, nací en El Clot", estuvo en el primer concierto de Springsteen en la capital catalana y muchos años después lo reivindicó con un tema, 21 de abril 1981, en un elepé de título lamentable, Cuero español.
Bien. Perdonen la excursión arqueológica a la adolescencia videomusical, pero no me he podido privar de subirme a la caravana de rocanrol camionero que estos tres últimos días ha despertado Barcelona a golpe de riff de aquel chico —y aquí le perdono todos los pecados— que saltó la valla de Graceland para conocer al más grande de todos, o sea, al Rey, su idolatrado Elvis. Es interesante constatar que Springsteen ha hecho doblete en la capital catalana sin pasar por Madrid. Tampoco actuarán en la capital española otras estrellas con conciertos anunciados en Barcelona en las próximas semanas como Coldplay, la banda del Viva la vida, el himno asociado para siempre al Barça de Pep Guardiola, el mejor de la historia; o Elton John (en mi vieja cinta de vídeos de los 80' también tenía el de la memorable I Guess That's Why They Call It the Blues). El Boss ha pasado por Barcelona acompañado ni más ni menos que de sus amigos Barack Obama y Steven Spielberg y sus respectivas esposas, Michelle Obama y Kate Capshaw. Todos ellos se han dejado ver haciendo turismo gastronómico y cultural. Han ido al Moco, a la Sagrada Família, a Montserrat. No es provincianismo. Barcelona, cuando menos por unos días, ha renacido de sus cenizas como destino de proyección global y celebro que haya sido gracias a dos grandes conciertos de rock con expresidente de los Estados Unidos negro —el único hasta ahora— incluido. El arte y la cultura, también la música popular, pueden hacernos más felices y ayudarnos a cambiar las cosas, como lo hizo el rock'n'roll de los 50, aquella música infernal que tocaban y bailaban en los clubes de los negros. Durante tres días, Springsteen ha situado de nuevo a Barcelona en el mapa y nos ha recordado que las ciudades y los países necesitan que haya alguien al frente, alguien que esté ahí y haga de boss. Alguien que lidere.
Vino el Boss, vino Obama, vino Spielberg y, en los palacios, allí donde se supone que residen los poderes de la ciudad y del país, no les recibió nadie. ¿Quizás porque no había nadie? Por suerte, estaba la gente. Menos mal que estaban los mitómanos, los rockeros, los pesados de los fans de Springsteen que llenaron el estadio hasta la bandera
No sé si hay que alargar más el artículo (como nos explicaba Pep Antoni Roig, el 95% de los lectores de prensa digital no se los acaban —vemos pero no leemos—) pero me perdonarán de nuevo la excursión al pasado. Ya sé que los políticos en campaña, Ernest Maragall, Ada Colau, Jaume Collboni, Xavier Trias, no se perdieron el show de Springsteen y la E Street Band. Pero me temo que supo a poco. Como mucho, hicieron de espectadores vip. En tiempo de Pasqual Maragall y Jordi Pujol —pongan el orden que quieran—, dudo que los máximos responsables del Ayuntamiento y la Generalitat de Catalunya hubieran desperdiciado la ocasión de recibir e invitar a los palacios situados a ambos lados de la plaça Sant Jaume al presidente Obama, o a Spielberg, o al mismo Springsteen, en un momento tan especial de su idilio de décadas con la ciudad y el país. Justamente para explicarles la ciudad y el país. Vino el Boss, vino Obama, vino Spielberg y, en los palacios, allí donde se supone que residen los poderes de la ciudad y del país, no les recibió nadie. ¿Quizás porque no había nadie? Por suerte, estaba la gente. Menos mal que estaban los mitómanos, los rockeros, los pesados de los fans de Springsteen que llenaron el estadio hasta la bandera. Barcelona y Catalunya necesitan boss. Alguien al timón. Alguien que abra la puerta. Que te deje las llaves de casa cuando vienes. Barcelona y Catalunya necesitan recuperar su relato, volver a explicarse por ellas mismas, no que las expliquen ni que las relaten. Barcelona y Catalunya necesitan hacerse la política, no que se la hagan. Pero bueno, esto solo ha querido ser otro artículo sobre el Boss.