Escribe sobre lo que está pasando en la Assemblea, en la ANC, me pide una amiga este domingo, en un encuentro de la colla. Hacía tiempo que no nos veíamos todos juntos. Hace un día magnífico en el paraje donde se ubica la masía, una bonita construcción del siglo XVII rodeada de bosque, en la selva mediterránea que separa el Maresme del Vallès. La decepción —¿y ahora qué pasa con toda la gente que nos pusimos en marcha?— planea sobre la conversación. El procés —constato— ha dejado atrás, en los márgenes, a mucha buena gente que se pregunta de qué sirvió todo aquello. Y todavía no hay respuestas, tan solo frustración, u olvido, que, como mucho, es una manera de enterrar con dignidad los sueños que no han podido ser.
Seguramente no habría habido procés sin la ANC. Pero la ANC murió de éxito en algún momento entre la presidencia de Carme Forcadell y la llegada de Jordi Sànchez, los dos después del 1-O presos políticos, cuando el procés se acercaba al momento clave. Forcadell, con la malograda presidenta de Òmnium, Muriel Casals, formaron un tándem poderosísimo, una máquina eficacísima y capaz de mantener movilizadas a centenares de miles de personas detrás de un imposible teórico, la independencia de Catalunya, que probablemente nunca habrá estado tan cerca de convertirse en un hecho tangible. En aquella fase primera, era la ANC —con el inteligente apoyo de Òmnium, la veterana organización del resistencialismo cultural catalanista—, el grueso del nuevo soberanismo civil, quien dirigía la orquesta: "President, ponga las urnas", lanzó Forcadell a Artur Mas. Y el 9-N del 2014 todos los catalanes que quisieron votaron en una consulta que sirvió para evidenciar que un solo gesto democrático —poner una papeleta en una urna— puede hacer temblar a todo un Estado. Con la presidencia de Sànchez, y cuando el procés se aceleró con Carles Puigdemont, los partidos asumieron la dirección del movimiento, y la dinámica de la ANC quedó supeditada a la estrategia de aquellos. De alguna manera se repetía lo que sucedió en la transición con la otra asamblea, la histórica Assemblea de Catalunya.
También hubo una fase de equilibrio y entente productiva en la dialéctica entre el nuevo independentismo de base que representaba la ANC y los aparatos de los partidos. Solo la ANC de Forcadell y el Òmnium de Casals podían liderar y articular, con los políticos en segundo término, una lista unitaria de casi todo el independentismo, la candidatura de Junts pel Sí a las elecciones "plebiscitarias" del 2015 que unió bajo el mismo paraguas la Convergència de Mas, la ERC de Junqueras y el independentismo independiente, valga la redundancia. Hoy ya nadie se acuerda de que aquella lista, a pesar de quedar a 6 escaños de la mayoría absoluta —obtuvo 62— fue la primera fuerza en 910 de los 947 municipios de Catalunya, el de Barcelona incluido. Un capital de votos impresionante, que ponía en manos del independentismo el control político y simbólico de la práctica totalidad del territorio catalán y que se veía ampliado con los 10 escaños de la CUP. No obstante, el independentismo digirió mal aquella victoria: los cuperos mandaron a Mas a la papelera de la historia y Junqueras se distanció desde el minuto cero de la apuesta unitaria por -—legítimas— razones partidarias, la disputa de la hegemonía en el espacio convergente entonces en plena mutación.
Ni Tsunami Democràtic ni los CDR, a pesar de la espectacularidad del intento de ocupación del aeropuerto del Prat o los contenedores quemados en Urquinaona, fueron más efectivos que la "revolución de las sonrisas" de Carme Forcadell y Muriel Casals
Los partidos no tardaron en convertir en un campo de batalla más a la ANC, hasta entonces una especie de espacio neutral en que nadie preguntaba al de al lado de dónde venía o a quién votaba, sino hacia dónde iba. ERC y lo que después fue Junts per Catalunya colonizaron progresivamente la ANC. Después del referéndum del 1 de octubre del 2017, otras organizaciones, como los Comitès de Defensa de la República (CDR) y después Tsunami Democràtic, empezaron a cuestionar, en paralelo, la hegemonía de la ANC como motor civil del movimiento independentista. A la hora de la verdad, cuando tocaba enfrentarse a la represión implacable del Estado contra los responsables del procés, incluidos los de la ANC y Òmnium, Forcadell y los Jordis, Cuixart y Sànchez, ni Tsunami ni los CDR, a pesar de la espectacularidad del intento de ocupación del aeropuerto del Prat o los contenedores quemados en Urquinaona en protesta por la sentencia del Tribunal Supremo, fueron más efectivos que la "revolución de las sonrisas" de Forcadell y Casals. Y, no obstante, las posteriores direcciones de la ANC, con Elisenda Paluzie y, hasta la crisis actual, con Dolors Feliu, han oscilado entre la tentación de competir con los partidos o forzar una radicalización de objetivos en plena desmovilización de sus efectivos, de la gente desmoralizada y fatigada del procés.
La injerencia de los partidos o la emulación, algo ingenua, de su dinámica y sus peores pulsiones, ha convertido en tierra quemada el campo de juego de la Assemblea. Ahora, cuando la ANC intenta señalar el camino a los que gobiernan, nadie la cree. La pregunta es: ¿qué sentido tiene una ANC dividida y fragmentada? ¿Qué utilidad puede tener para los retos que tendrá que seguir afrontando el movimiento independentista y democrático catalán una organización que tenía en la unidad apartidaria su razón de ser? La ANC se equivocó cuando dio apoyo a listas electorales de recorrido efímero como Primàries y, ahora mismo, se desangra en una discusión sobre la lista cívica, con dimisiones en bloque como las de este sábado pasado, en vez de centrarse en animar de nuevo a su gente con una hoja de ruta practicable. Y no con uno nuevo tenim pressa —para hacer la independencia pasado mañana— que no hace más que expulsar a gente del sueño que una vez pareció real. Si la ANC surgió, en parte, para llenar el vacío y la brecha entre la sociedad civil y los partidos, es ahora ella misma la que navega por el espacio sideral a años luz de las bases del independentismo. De la gente que la partidización y los personalismos de vuelo corto dejan al margen.
La autoinmolación de la ANC, la principal organización de masas del independentismo, podría suponer el golpe de gracia a las estructuras del procés
A menudo pasa que los árboles no nos dejan ver el bosque. Una escisión en la ANC, o el encastillamiento de la dirección en la actual deriva inmovilista, sin hoja, ni ruta, sería una muy mala noticia para el más que nublado horizonte del independentismo. Decapitado el liderazgo del movimiento, con Puigdemont en el exilio y Junqueras inhabilitado hasta el centenario de la República (la del 31); dividido y enfrentando al independentismo con una ERC en solitario en el Govern con menos apoyo de la historia de la Catalunya moderna y más dependencia de la Moncloa, la autoinmolación de la principal organización de masas del independentismo, la ANC, podría suponer el golpe de gracia a las estructuras del procés. Y, además, con el mínimo esfuerzo. ¿Cargarse a la ANC? No hace falta, ya se lo hace solita.
Siempre ganan por goleada, me comenta, con tristeza, mi amiga en este domingo de sol esplendoroso.