El barrio de Lamine Yamal Nasraoui, Rocafonda, en Mataró, es el mío, el de mi infancia. Viví allí hasta los 10 años, en un piso comprado por mis padres, emigrantes procedentes de Extremadura, como tantos otros, en los primeros años setenta del siglo XX. Vuelvo a Rocafonda muy de vez en cuando. Todavía residen allí algunos familiares míos. En aquellos tiempos Rocafonda era uno de los barrios que alimentaban de trabajadores el pulmón industrial de la capital del Maresme, especialmente el textil, las grandes fábricas como el Abanderado —cuyo impresionante edificio todavía existe—, can Marfà —pura revolución industrial primigenia—, can Gassol —la de las famosas medias de los anuncios de la tele en blanco y negro—, o los talleres Abril —donde fabricaban y vendían tricotosas, telares mecánicos, a medio mundo—, entre tantas y tantas otras. Además, el barrio estaba lleno de tiendas y bares que daban fe de la pujanza de aquella aristocracia obrera que a golpe de horas y penas prosperó en una Catalunya de capitanes de industria y gente de mirada larga y no de cerebro estrecho, que era un motor en marcha las 24 horas del día.

En Rocafonda la mayoría de la población era inmigrada de Andalucía o Extremadura. No sé si en el bloque de la calle Mèxic donde vivían mis abuelos paternos todavía reside aquel vecino del último piso, al cual conocían afectuosamente por "el catalán" —era el único catalanohablante de la comunidad—. O nuestra vecina del piso de la calle Colòmbia: en las fiestas de cumpleaños de sus hijas escuché por primera vez discos en lengua catalana. En general, si bien la crisis de los años ochenta (quiebras empresariales, paro, heroína, quinquis) castigó todas las periferias mataronenses, en Rocafonda funcionaba el ascensor social. Una parte de los emigrados —no digo que todos, ni mucho menos— se podían permitir enviar a sus hijos a las escuelas del centro de Mataró, como la Escuela Pía de Santa Anna, la mía, con la pretensión que aprendieran el catalán y estudiaran. Era la alternativa a "el colegio del Gobierno" (tardofranquista), que recordo gris, sinistre. El catalán era la lengua de mucha gente —no todo el mundo— que ayudó a aquellos inmigrantes cuando hicieron aquellos barrios, algunos, como los de Cirera o Cerdanyola, literalmente levantados ladrillo a ladrillo por andaluces, extremeños y castellanos que pagaban religiosamente el precio de la parcela donde harían su casa al pagès o a quien se la vendía. No, no eran exactamente colonos todos los que vinieron aquellos años a ganarse la vida en Catalunya.

Rocafonda, con 11.465 habitantes empadronados en el 2022 —cito datos del Estudi de Població de Mataró elaborado por el Ayuntamiento— es el tercer barrio más poblado de la capital del Maresme después del Eixample (32.638 habitantes) y Cerdanyola (31.302); el total de la ciudad, octava de Catalunya, es de 129.002. Pues bien, la Rocafonda de Lamine, el jovencísimo crac del Barça y héroe de la Roja, ya no es, empero, como aquella que conocí con respecto a su paisaje humano; tampoco es el mismo el clima social. El 48,13% de los vecinos son nacidos en Catalunya y el 36,02% en otros países. Los nacidos fuera de Catalunya pero en el Estado español, como mis parientes que todavía viven allí, son ahora el 15,85%. Ya no mandan, sociodemográficamente hablando. Naturalmente, hay que entender que el primer grupo incluye hijos de padres nacidos en Catalunya, en el resto de España y en el extranjero. En cuanto a las nacionalidades de los vecinos nacidos en el extranjero, la más numerosa es la colombiana, seguida de la marroquí y la gambiana. Así que Rocafonda es ya tanto o más de Lamine que mía. Pero la Rocafonda de hoy ya no es aquel barrio trabajador empoderado de los años setenta: la pobreza de una parte de los vecinos, el inevitable choque cultural y los problemas de inseguridad y violencia asociados a colectivos de inmigrantes amenazan con convertirla en un gueto. Rocafonda es un barrio decadente, donde mucha gente sufre. Una situación que, como en tantos otros lugares, se puede volver explosiva y caldo de cultivo para la politización de la xenofobia y el racismo banal ("Rocamora").

La Rocafonda de hoy, ya no es aquel barrio trabajador empoderado de los años setenta: la pobreza y los problemas de inseguridad y violencia asociados a colectivos de inmigrantes amenazan con convertirla en un gueto

A Lamine, el héroe de la Eurocopa, la esperanza del Barça, como a su compañero Nico Williams, pamplonés de padres ghaneses, se lo han hecho suyo enseguida los políticos que, como el mismo alcalde de Mataró, David Bote, o el también socialista Salvador Illa, ven en él un ejemplo de progreso personal y social y un antídoto contra el racismo y las exclusiones. No debería sorprender. Si Jordi Pujol fuera president de la Generalitat, me juego algo que ya se habría reunido con el nuevo Messi para preguntarle de dónde es y quiénes son sus padres, como ha hecho, a lo largo de su vida, con tantos y tantos hijos de inmigrantes, entre los cuales me cuento. A Lamine también se lo han apropiado enseguida los grandes diarios y los políticos españoles que, en cambio, discuten obscenamente a dónde envían los proyectos de Lamine (o no) que no paran de llegar a las Canarias, los menores no acompañados que a menudo acaban en Catalunya.

La reconstrucción de la catalanidad pasa una vez más porque los Lamine sepan que están aquí y son de aquí, no del país del lado

La abuela de Lamine, Fátima, la pionera de la familia en Catalunya, lleva pañuelo en la cabeza. Pero, en este caso, no importa. Lamine es un chico de Rocafonda, pero, sobre todo, es "el moro" como es debido, este sí. Lo puede aplaudir desde un independentista culé hasta un Abascal o un Alvise. Sus gestas sobre el césped, el extraordinario fútbol que hace, son un formidable disolvente de todo pecado de origen o identidad, de toda pretendida racialidad molesta o que no encaja. Lamine, hijo de marroquí y ecuatoguineana, criado en la Masia del Fútbol Club Barcelona, tiene por banderas la española y la del país de su madre, que fue colonia española hasta 1968, el año en que nació servidor. Las banderas que abraza, con toda legitimidad, solo faltaría, también lo protegen de según qué. Todo (nacionalmente) en orden. En la final de las identidades, gana España. La victoria en Berlín ante Inglaterra será, de nuevo, un eficaz agente de españolización simpática y festiva, una herramienta perfecta para blanquear un Estado profundamente demófobo y alérgico a la diversidad.

Me pregunto, sin embargo, si alguien explicará a Lamine que, si quiere, también puede ser catalán, lengua que habla pero, de acuerdo con la situación general, usa más bien poco. La reconstrucción de la catalanidad pasa una vez más porque los Lamine sepan que están aquí y son de aquí, no del país del lado. En Catalunya, eso lo hacía la izquierda y la derecha demócrata de los años del franquismo porque sus líderes pisaban muchos barrios, muchas parroquias y muchas asociaciones de vecinos. Ahora, la reconstrucción de la catalanidad pasa porque en Rocafonda el ascensor social se vuelva a poner en marcha. Pasa por poner en valor que antes se tenía que emigrar de Rocafonda al centro de la ciudad para encontrar una escuela donde aprender catalán. Pasa porque las empresas vuelvan a apostar por la gente de Rocafonda y la gente de Rocafonda se forme para hacer empresas. La reconstrucción de la catalanidad pasa porque en este país nos volvamos a preocupar más de hacia dónde va la gente que de dónde ha venido. Sea dicho sin ánimo de ofender nadie, en Catalunya faltan Pujols y sobran Orriols.