Vaya por delante que no le voy a dar el gusto a algunos de señalar a Pere Aragonès como un presidente ilegítimo, como sostienen en voz alta sectores de Junts y sus entornos, con más intensidad si cabe ahora que los juntaires, por decisión de sus bases, han salido del Govern. No, Aragonès es un president perfectamente legítimo: aunque a la tercera y casi con el plazo reglamentario agotado, fue investido con 74 votos, de ERC, la CUP y Junts, el 54,81% de los diputados del Parlament y 6 más de los necesarios. De hecho, igualó el récord de president más votado de la historia hasta el momento en manos del socialista Pasqual Maragall, que también obtuvo 74 en su investidura en 2003, la del primer tripartito (PSC, ERC i ICV-EUiA). Aragonès, que ha sido también el más joven en acceder al cargo, no sería president sin el voto de Junts, lo que, de entrada, desautoriza a los juntaires que pretenden deslegitimarlo. En democracia, las reglas no se cambian a mitad de la partida y lo que se votó en su día, votado está. Todo lo demás es caer en la trampa que desde algunos entornos de ERC hace tiempo que intentan tender a Junts para hacerlos pasar, o, al menos, a sus sectores más duros, como un partido trumpista o de extrema derecha catalana.

Otra cosa es que si Aragonès tuviera que ser investido ahora dudo mucho que lo consiguiera, salvo que le regalara sus votos mirando hacia otro lado el socialista Salvador Illa —por quien Oriol Junqueras, y contra lo que suele ser su costumbre, o eso dice, no siente precisamente amor—. Los 33 escaños del PSC sumados a los 33 de ERC y, seguramente, los 8 de En Comú Podem también alcanzan los 74 del extinto bloque indepe con que Aragonès fue investido. Sucede, empero, y ese es un obstáculo importante, que fue Illa quien ganó en votos las elecciones del 21 de febrero de 2021 y a quien, plausiblemente, debería corresponderle la presidencia en un acuerdo de “izquierdas”. O sea, que con un pacto de “izquierdas” Aragonès no hubiera sido presidente. Y es justamente ahí donde empezaron sus problemas. Ante la imposibilidad de ese nuevo tripartito aunque fuese por la puerta de atrás, sin pacto explícito con el PSC, como Ada Colau con los del xenófobo Manuel Valls, jugada que, por cierto, se podría repetir ahora con los presupuestos, Aragonès, y ERC, se decidieron finalmente por pactar con su archienemigo indepe, Junts, el partido de Carles Puigdemont. Y, como se ha visto, consiguieron superar el trance durante a penas año y medio incumpliendo la columna vertebral del pacto de investidura, o difiriendo su cumplimiento, como también hicieran con la CUP, su primer socio declarado.

¿Cómo hemos llegado donde estamos? Los incumplimientos de Aragonès del pacto con fórceps alcanzado con Junts por lo que se refiere a la mesa de diálogo, el órgano de coordinación independentista y la política unitaria en Madrid —y su insistencia estos días, en medio de la crisis, en ni siquiera en revisarlos— han sido gasolina para el fuego de la ruptura con ERC aventado por los sectores de Junts, el entorno de Carles Puoigdemont y Laura Borràs, que ya se opusieron a la entrada en el Govern. A su vez, la bravata de la cuestión de confianza a Aragonès sugerida por Junts disparó la testosterona de los sectores de ERC, especialmente del entorno de Junqueras, que hace tiempo que abogan por el “nosaltres sols”, o sea, por el Govern en solitario. Finalmente, la destitución humillante del vicepresident Jordi Puigneró como castigo por “falta de lealtad” disparó la espiral autodestructiva que llevó a la dirección de Junts a convocar la consulta que tan solo unas semanas antes no tenía fecha y a los militantes asqueados del ninguneo de ERC a votar a favor del portazo al Govern.

¿Qué va a pasar con Junts? Es evidente que los riesgos que implica la ruptura para una Junts que queda más aislada que nunca en la política institucional son mayúsculos. Pero también en la calle. Sin ir más lejos, es un misterio lo que votarían no los militantes, sino los electores de Junts —570.000 en los últimos comicios— si fueran convocados a una consulta sobre la continuidad o no en el Govern. Con todo, versiones oraculares las hay para todos los gustos y hay quien piensa que el gesto de Junts, desmintiendo la teoría de la pagueta que los mantenía clavados a las poltronas gubernamentales, puede acabar otorgándoles la hegemonía electoral en el espacio independentista, que se dejó en casa 700.000 votantes en las últimas elecciones. Sea como sea, el grueso de los herederos de la antigua Convergència vuelven a pisar tierra incógnita por primera vez desde el 2010.

La ampliación de la base por arriba, llevando al Consell Executiu a ex políticos soberanistas del PSC, CDC y Podem, dudo que compense el hecho de que el govern Aragonès ha pasado de ser el del mítico 52% indepe al de un exiguo 21,30%, el de los votantes de ERC

Es cierto que Aragonès ha hecho un esfuerzo por difuminar el unicromatismo monolítico del nuevo Govern con la incorporación de políticos de la valía y la larga trayectoria del exconseller socialista Quim Nadal y del exdiputado convergente Carles Campuzano, o de caras nuevas procedentes también de otros espacios como la de la exlíder de Podem Gemma Ubasart. Pero los números son tozudos. Y la operación de ampliación de la base por arriba, llevando al Consell Executiu a expolíticos soberanistas del PSC, CDC y Podem, dudo que compense el hecho de que el Govern de Aragonès ha pasado de ser el del mítico 52% indepe —o stricto sensu, el del 48,05% que sumaron en las urnas ERC, Junts y la CUP— al de un exiguo 21,30%, el de los votantes de ERC. O, lo que a efectos prácticos en el día a día puede ser catastrófico, de tener el apoyo del 54,8% de los diputados del Parlament (74 de 135, 6 por encima de la mayoría absoluta) a solo un 24,4% (33 de los 135, 35 por debajo de los 68 que fijan la mayoría). Todo ello, siendo tan solo la segunda fuerza de la cámara en votos por detrás del PSC, el primer partido de la oposición. Aunque el nuevo Govern aspira a ser el del "80% transversal" de los catalanes, ERC ha ido menguando cada vez más la base de la gobernabilidad. Y si a ello se suma que Aragonès ya ha rechazado un acuerdo de coalición con los comunes —Jéssica Albiach ha dado ahora por muerto el nuevo Govern— y que Junqueras no quiere el voto del PSC a los presupuestos, habrá que concluir que Catalunya ha entrado en el tiempo de los milagros. Y que me perdone la gente que, de buena fe, cree en ellos.