Que Lluís Llach no haya sido elegido presidente de la Assemblea Nacional Catalana (ANC) por falta de consenso —a pesar de ser el candidato más votado— o, como él ha denunciado, por una voluntad de bloqueo que ha llevado a repetir la votación cinco veces infructuosamente, refleja hasta qué punto la fractura en el movimiento independentista se ha convertido en guerra civil encubierta. Y anticipa escenarios que se podrían dar en la incierta constitución de la nueva legislatura del Parlament y en la investidura del futuro president de la Generalitat, las dos sometidas a la incertidumbre después del resultado de las elecciones del 12 de mayo. Ni Salvador Illa tiene garantizada todavía la presidencia que casi todo el mundo le augura ni tampoco está descartado del todo una repetición de las elecciones, como en la ANC.

La persistencia de la crisis interna en la Assemblea, la entidad que casi durante una década movilizó centenares de miles de personas por la independencia cada 11 de Setembre, es una expresión más de las (al menos) cinco Catalunyes que, política, pero también culturalmente, se han materializado en los pasados comicios. Hay un cambio de paradigma y va a más. Pero plantearnos de qué hablamos cuando hablamos hoy de Catalunya o de qué Catalunya hablamos, son cuestiones que se tendrían que empezar a abordar a partir de una lógica que supera con creces la de la "victoria" del PSC y los partidos españolistas y la "derrota" por primera vez desde 1980 de las fuerzas nacionalistas, ahora independentistas, que, ciertamente, ya no ostentan la mayoría del Parlament. ¿O es que los bloques —unionistas e independentistas— solo son indeseables cuando pierde el propio, como le ha venido pasando a los españolistas una y otra vez en las elecciones catalanas hasta hace tres domingos?

Las elecciones del 12-M han hecho aflorar un país partido, y, en el caso del independentismo, dimitido de su propio relato. Hay, por descontado, una Catalunya unionista, la del 155, desinflamada por la victoria del socialista Salvador Illa. Y hay una Catalunya indepe, replegada en parte sobre sí misma, que ha preferido cambiar de caballo —caso de una parte del electorado de ERC migrado al PSC— o quedarse en casa y que ha impedido a Carles Puigdemont liderar el hasta ahora bloque hegemónico. Sin embargo, insisto, este análisis necesita una ampliación si realmente queremos entender dónde estamos.

Las elecciones del 12-M han hecho aflorar un país partido, y, en el caso del independentismo, dimitido de su propio relato

Las elecciones del 12-M han dibujado una nueva Catalunya metropolitana que conecta por la costa las áreas de Barcelona y Tarragona y en la cual reina el PSC. Territorialmente, el área que representa es muy inferior a la segunda Catalunya: básicamente, todo el resto del mapa, donde Junts ha aguantado mal que bien como primera fuerza (más de 700 municipios). La tercera Catalunya, emergente, es una Catalunya que dibuja una diagonal desde el Segrià hasta el golf de Roses. Es la Catalunya donde ha emergido Aliança Catalana (AC), pero también Vox y el PP, partidos hasta hace muy poco extraños a la llamada "Catalunya catalana". La suma del populismo islamófobo de Orriols y el españolismo ultra y más conservador oscila entre el 15% y el 30% del voto en una quincena de comarcas donde convergen problemáticas como las asociadas a la inmigración con la crisis y la falta de expectativas del mundo rural.

Hay también una cuarta Catalunya que es la de la abstención independentista, representada por centenares de miles de votantes que se han quedado en casa, cabreados con la deriva cainita de los partidos de referencia del movimiento, Junts, ERC y la CUP, y el procesismo; una Catalunya dimisionaria, que posiblemente solo volverá a movilizarse cuando la independencia vuelva a cotizar en el mercado de futuros. Pero también está la Catalunya culturalmente española que, pasado el procés, tampoco vota, si bien, esta siempre había existido como expresión de aquel voto dual que se abstenía en las elecciones catalanas y lo hacía por el PSOE en las españolas con la papeleta del PSC. Es la Catalunya que buscaba el melodrama de Sánchez y que, parcialmente, y de manera decisiva, ha conseguido mover a favor de Illa. Y está finalmente la Catalunya de los 2 millones de migrados de las últimas décadas, que, si bien es objeto del deseo de más de uno y de dos partidos, sigue siendo la dimensión desconocida que puede acabar decidiendo el rumbo del país, por activa o por pasiva, dentro de muy poco tiempo.

Tenemos (al menos) cinco Catalunyes en el mismo mapa, cada una a su bola, y si no ponemos remedio acabarán saliendo unas cuantas más

El pacto que no se hará es aquel acuerdo nacional, o de país, que podrían —y habrían— de suscribir el PSC y Junts, pero también ERC, para recoser el mapa. Para zurcirlo. Hay que movilizar recursos y talento, y revisar políticas, y declarar una tregua en el seno del independentismo —que no es solo los partidos—, pero también entre las fuerzas centrales, las más votadas. El objetivo sería forzar un cambio en el sistema de financiación que no puede pasar por la enésima reedición del café para todos, por más que se empeñe Pedro Sánchez, y un mecanismo que garantice la ejecución de las inversiones en infraestructuras, tanto del Estado como de la Generalitat. Hay que enfocar con una nueva mirada y nuevos recursos la gestión de la enseñanza y la lengua catalana; y abordar la integración de la inmigración antes de que seamos no como Marrakech sino como la Francia de las banlieues. Hace falta un plan que escuche la revolta pagesa más allá de las declaraciones de intenciones en Palau al acabar las manifestaciones.

¿Se pondrá alguien a ello? Convendría. Tenemos (al menos) cinco Catalunyes en el mismo mapa, cada una a su bola, y si no ponemos remedio acabarán saliendo unas cuantas más. Cuesta poco desmentir un titular, pero me temo que este es, a buen seguro, el pacto que no se hará.