Catalunya no puede deportar población de origen migrante, como hacen los EE.UU. de Donald Trump o la Italia de Giorgia Meloni, sencillamente porque no es un estado. Tampoco puede decidir con qué criterios otorga o no la nacionalidad a nadie, sencillamente porque no existe ninguna nacionalidad catalana reconocida que figure en ningún tipo de D.N.I o pasaporte legal: técnicamente, la población catalana o es española o es extranjera. No, Catalunya no existe a efectos de decidir soberanamente quién puede residir o no en su territorio ni tampoco quien puede acceder o no a la condición de catalán, a la ciudadanía. Tanto da que seas de Besalú y descendiente directo de Radulf, su primer conde independiente, como que hayas llegado anteayer de los arrabales de Nuakchot vía Canarias. Hoy por hoy, o eres español, lo quieras o no, o aspiras a serlo: ser catalán es optativo, empezando por los propios catalanes. Nadie te obliga a ello. Ni tampoco tienes por qué subir a un carro en el cual quizás no te quieren. En Catalunya, guste o no guste y lo sabe todo el mundo, se puede vivir perfectamente sin ser catalán ni quererlo ser, incluso si lo eres.
Ser catalán es, ciertamente, una cosa muy complicada y cada vez se complicará más. Primero, porque Catalunya, como decía, no puede expedir legalmente cartas de ciudadanía, lo hace España. o Francia, donde también está una parte de la Catalunya histórica. Segundo, porque Catalunya no tiene bastante capacidad de integrar o asimilar a su cultura todos los que vienen de Nuakchot o de Guayaquil. Tercero, porque el último intento de hacer la independencia, de ser un estado, fracasó. Cuarto, porque el gobierno que hay ahora en Catalunya no está para hacer la independencia. Y quinto, y esto es relativamente nuevo, porque una parte de los que se consideran catalanes y nada más que catalanes han decidido que ya no es catalán quien vive y trabaja en Catalunya y lo quiere ser. Aquello fue un consenso más o menos aceptado, que, en un momento determinado permitió que el país flotara cuando menos instrumentos tenía para poder hacerlo. Hoy no sería tan fácil dar aquella respuesta de Jordi Pujol a la pregunta de cuántos catalanes había en Catalunya que le hicieron una vez durante una visita a un país de la antigua órbita soviética, a mediados de años noventa:
— Cuántos catalanes hay en Catalunya, president?
— El 50%
— I el resto, qué son?
— Catalanas
Pero no hace falta hacer un drama. El orriolismo, sin ir más lejos, que querría ser un pujolismo en negativo, vive mucho de la tragedia y el melodrama barroco de un país en agonía perpetua. Es natural que, de vez en cuando, como pasa ahora, los catalanes se recuenten y se pregunten quiénes son en realidad, quién es y quién no es catalán, quien lo podría ser y quien es imposible que lo sea. Es una manera de hacerse el censo nacional, el censo político, que España les tiene prohibido hacerse. Pero cuidado porque, según como, se puede hacer corto, muy corto. La demógrafa Anna Cabré demostró a partir del estudio de 105 generaciones de catalanes del siglo XX que el 50% de cada una de ellas era fruto de migraciones. Durante las últimas dos décadas, la población catalana ha pasado de 6 a 8 millones de habitantes, debido a una nueva ola migratoria, ya no proveniente de España, como en los años sesenta o los años veinte, sino de África del norte y el Sahel y la América hispana. La magnitud de la oleada asusta. El impacto no puede ser menor en términos socioeconómicos. También el choque cultural que se tiene que gestionar. Y, admitiendo la situación, habría que empezar a leer las cifras de otra manera.
Los extranjeros residentes en Catalunya en enero de 2023 eran 1.361.981, un 17,2% del total de la población, según datos del Idescat. En cambio, el año 2000 eran 181.590, un 2,9%. En el 2023 se establecieron en Catalunya 126.804 migrantes. A la vez, hubo 54.217 nacimientos y 67.662 defunciones. El crecimiento natural de la población fue negativo por sexto año consecutivo, pero el saldo total se salvó gracias a las migraciones, que posibilitaron un crecimiento neto de 110.268 habitantes. Sin migrantes, pues, Catalunya sería un país con crecimiento poblacional negativo. A pesar de eso, hay municipios que siguen perdiendo población. Los tres de más de 10.000 habitantes que más han perdido son Martorell (-5,6%), l'Escala (-4,3%) y Ripoll (-4,2%). Ciertamente, el número de niños nacidos de madre extranjera ha pasado de 5.707 el año 2000 a 18.423 en el 2022, de un 8,98% del total a un 32,6%, cifra que invocan los aprendices de racistas que han comprado la teoría de la sustitución demográfica. Pero resulta que el total se ha reducido de 57.782 nacimientos a 37.959. La frialdad de los números esconde el hecho de que la caída de la natalidad afecta más a las madres nacidas en Catalunya y se mantiene estable en el caso de las nacidas en el extranjero, aunque también tiende a disminuir. Luego el problema no es que los migrantes tienen más hijos sino por qué no los tienen los no migrantes.
El orriolismo, que querría ser un pujolismo en negativo, vive mucho de la tragedia y el melodrama barroco de un país en agonía perpetua
No es sencillo ser catalán o contar como catalán. Pero el catalanismo, que no es nada más que una idea catalana de Catalunya, ha sido capaz hasta ahora de salvar el país, y la catalanidad, porque ha preguntado más adónde va la gente que de dónde viene. La intelligentsia catalanista sabe que, efectivamente, los catalanes, hace mucho tiempo que se habrían convertido en una minoría en su propio país, si hubieran hecho recuentos demasiado restrictivos en términos de catalanes "de sangre", sin mácula de contaminación foránea. La política abierta del catalanismo respecto del inmigrante, se integrara poco o mucho o nada en la catalanidad ha permitido mantener la idea de Catalunya como una alternativa viable. En las condiciones actuales, una política cerrada, como la que se predica desde la pujante corriente xenófoba y racista alimentada por la ola reaccionaria global, solo contribuirá a hacer más prescindible aún la idea de Catalunya para todos aquellos para quienes ya lo es. Y hablo desde la camarera sudamericana que responde "¿perdona?" cuando pides un café en catalán al médico de padres andaluces que se niega a usar la lengua propia del país donde ha nacido pasando por el vecino marroquí al que nos dirigimos en castellano porque pensamos que no nos podemos comunicar con és de ninguna otra manera. Sin una idea de país que pueda ser compartida sobre la base de unos rasgos o indicadores culturales singulares —eso son las naciones en sentido moderno— Catalunya tampoco saldrá adelante en términos de identidad aunque algún día pueda ser un estado libre y soberano. ¿Por qué si no habrían de preocuparse los franceses o los alemanes o los españoles por la inmigración, ellos que, en tanto que son estados, sí que pueden echar a quien quieran y decir quién es y quién no es legalmente francés, alemán o español?
Ante las dimensiones de la última ola migratoria, es natural que muchas personas se pregunten si de aquí a un cuarto de siglo Catalunya seguirá siendo Catalunya, es decir, si podrá ser reconocida como una tierra o país catalán, la principal o el principal de ellos. Pero se equivocará quien ceda la gestión de los miedos a los partidos que pretenden convertir en odio al otro, el moro, el sudaca, el español, a beneficio (electoral) propio. También se equivocará quien aspire a integrar a los migrantes en una Catalunya españolizada, sencillamente, porque no la necesitan: ya les ha integrado España. ¿Cómo se puede aspirar a integrar migrantes en la catalanidad si se desnacionaliza el país? ¿Cómo, si se convierte en prescindible la lengua del país, la cultura, las costumbres, la historia que lo identifica y permite proyectarlo en el futuro como sociedad libre y mejor, en igualdad con todas las otras?
El españolismo anhela que Sílvia Orriols hegemonice el independentismo: expulsando los migrantes de la catalanidad seguro que nunca se ganará un referéndum de independencia
En resumen: los migrantes no se integrarán nunca en una Catalunya españolizada, porque ya están en España (estado), ni menos todavía en una catalanidad étnica, de sangre y apellidos, nacionalmente restrictiva. La tentación de levantar muros interiores a la emigración sin la capacidad de poder actuar para regular los flujos y la acogida real tampoco no resolverá ningún problema mientras estas competencias y funciones estén exclusivamente en manos del estado español. La otra tentación, la renuncia a ofrecerse como proyecto e identidad alternativa, de aspirar a girar como un calcetín la indiferencia e incluso la hostilidad de los recién llegados a la catalanidad, detrás de un supuesto gesto afirmativo, identitario, que solo revela debilidad y cobardía, solo contribuirá a españolizar más el país.
Sílvia Orriols no estaba en la cumbre ultra europea organizada por el neofranquista Santiago Abascal en Madrid. Pero la intelligentsia españolista que aplaude a Vox en la intimidad anhela que Sílvia Orriols hegemonice el independentismo: expulsando a los migrantes de la catalanidad seguro que nunca se ganará un referéndum de independencia. Por eso, la cuestión no es si, como planteaba al president Artur Mas hace unos días, Junts —o el partido que sea— tiene que hablar o no hablar con Aliança Catalana, sino de qué y para hacer qué se tiene que hablar. ¿Garantizarse alcaldías a cambio de asediar y criminalizar a personas emigradas o sus descendientes por solo hecho de serlo? Un mal paso en esta dirección puede dejar a Junts —o el partido que sea— hablando en el desierto. Una Catalunya polarizada entre Salvador Illa y Sílvia Orriols es el mejor escenario para quienes están preocupados no por los emigrantes sino porque los catalanes cada vez sean más; que, sean de donde sean, puedan ser de aquí.