De todos los discursos, frames, relatos o, como se dice ahora, narrativas, que el actual poder político en Catalunya, gestionado por el PSC de Salvador Illa, podría haber escogido para dibujar la etapa del posprocés, seguramente escogió la más categórica y arriesgada: “normalidad”, “normalización”. Los spin doctors o estrategas de la cosa, los guardianes de la idea, podrían haber hablado de “reconstrucción”, de “recuperación”, de “reanudación”, de “renacimiento”, de “nuevo inicio”, o, simplemente, de “nueva etapa”, de “nueva era”, de “nuevo tiempo”. Pero no, escogieron “normalidad”, “normalización” y, con eso a) estigmatizaron a medio país, la Catalunya indepe, como responsable por activa o por pasiva de la “anormalidad” del procés, lo cual ha disparado los niveles de mala leche del personal hasta cotas desconocidas y b) se han puesto la soga en el cuello porque resulta que la “normalidad” es imposible en un país que está, por decirlo de manera suave, bajo sospecha permanente, mande quien mande, Salvador Illa incluido. Y que, para más inri, quiere volver a ser la locomotora económica de España pero los trenes no funcionan.
La polarización creciente de la sociedad catalana en torno a cuestiones como la inmigración, el futuro de la lengua, la guerra de géneros, los precios de la vivienda o la precarización de los horizontes de vida de las clases medias y las generaciones más formadas de la historia, no es exclusiva de Catalunya sino un reflejo de la crisis de Europa y Occidente en un mundo donde ya no sabemos quiénes son los buenos y quiénes los malos. Pero el fenómeno también tiene un componente estrictamente local. Cuando tú decretas la “normalidad”, proclamas que venimos de un tiempo “anormal”, lo cual no contribuye a “unir”, primer verbo de la divisa del president Illa: “unir i servir”, sino todo lo contrario. Estás diciendo que medio país gasta un cerebro de tamaño de mosquito, lo estás enviando a la papelera de la historia, después de que millones de personas se movilizaran por un objetivo plenamente democrático, alcanzar la máxima soberanía en la forma de un Estado independiente y mediante un método tan democrático como una votación libre en un referéndum. Cuando tú condenas a medio país a la “anormalidad” no es extraño que una parte, la que practica la abstención militante porque se siente traicionada por sus líderes, se desentienda (más) de la política. Y otra parte se vaya con los “salvadores” de Catalunya, los del “queremos expulsar” o “la Catalunya de los 2 millones”. Claro que, en realidad, si todo eso pasa en el campo de tus adversarios, te ha tocado la lotería: el abstencionismo de los cabreados por el procés por una parte y los seducidos por la deriva etnicista por la otra, disgregan el antiguo bloque independentista y consolidan el gobierno “normalizador” de Illa.
Catalunya sigue siendo un país tratado de sospechoso, de peligroso, de anormal, ya se proponga hacer la independencia o vuelva al autonomismo
El discurso de la normalización ha facilitado el retorno de la bandera española a actos y sedes de la Generalitat, el restablecimiento pleno de las relaciones con la monarquía de Felipe VI y, ahora el retorno de la Caixa, con la Fundación y Criteria, pero sin CaixaBank, lo cual es sin duda una buena noticia para un país donde la iniciativa y los inversores locales tradicionales bajan más persianas que no las levantan, ya desde de mucho antes del procés. Pero resulta que Catalunya sigue siendo un país al que el poder español trata de sospechoso, de peligroso, de anormal, se proponga hacer la independencia o vuelva al autonomismo. Si durante el procés independentista el maltrato se evidenció con una represión desproporcionada, de la cual todavía arrastramos una amnistía inaplicada y suspendida por el golpismo judicial, con el retorno de la política autonomista vuelve el discurso catalanófobo más acendrado. Son una prueba las reacciones de la derecha y parte de la izquierda española a la negociación de la quita de la deuda autonómica liderada por ERC, a pesar de tener carácter de café (autonómico) para todos, preludio de lo que sucederá cuando se ponga en marcha la negociación de la nueva financiación. Y los últimos días, la carga contra el pacto para delegar las competencias de inmigración negociado por Junts con el PSOE. El catalán insolidario (Ayuso), supremacista (Moreno Bonilla) o racista (García-Page, Ione Belarra) ha tomado el relevo de la figura del catalán golpista con la que se persiguió y castigó a los líderes del procés y se colocó en la diana a medio país por el solo hecho de aspirar democráticamente a la independencia. ¿O acaso el PSC, el PSOE o el Tribunal Constitucional tienen alguna vía alternativa para garantizar que, si una mayoría democrática así lo expresa, Catalunya pueda ser un Estado independiente?
El desastre de Rodalies es una manifestación palmaria del racismo de Estado con el que los poderes españoles intentan mantener Catalunya en el redil
Liquidado el procés, la ufanía de la “normalización” se sustenta en un racismo de Estado que hace de los catalanes una minoría molesta y problemática que se tiene que mantener bajo control. Esta forma de racismo se manifiesta en el maltrato económico a Catalunya, el espolio fiscal y la desinversión crónica, y el desprecio moral, con la caricaturización del catalán como el viejo esclavista que ahora pretende controlar quién entra y sale de su país. El desastre de Rodalies, que ha proporcionado este fin de semana imágenes tercermundistas que forman parte de la realidad cotidiana de los usuarios, unos pocos días después del enésimo anuncio de acuerdo, entre ERC y el PSOE, para traspasar el servicio a la Generalitat, es una manifestación palmaria del racismo de Estado con el que los poderes españoles intentan mantener Catalunya en el redil. ¿Exagera al articulista? Hagámonos algunas preguntas.
¿Serían tratados de la misma manera infame y vejatoria, como si fueran borregos, los usuarios de los trenes de Rodalies Catalunya si fueran los de Cercanías Madrid? ¿Se rebelarían los sindicatos de la Renfe y Adif, que ahora amenazan con colapsar un poco más el servicio con 7 días de huelga, si en lugar del traspaso a la Generalitat se hiciera a la Comunidad de Madrid? ¿Se tildaría de “ladrones” o “vampiros” a los madrileños por el solo hecho de reclamar las inversiones imprescindibles para mejorar una infraestructura obsoleta si habláramos de las líneas ferroviarias que confluyen en la capital española en vez de las que conectan a Barcelona? He ahí algunas preguntas que un Govern como el de Salvador Illa, que se propone “servir” a los catalanes, tendría que poner cada día sobre la mesa en sus tratos con la metrópoli ferroviaria, la misma que, ante el desastre, se limitan a prometer más atención al usuario. ¿No habíamos quedado en que todo rodaba tan bien con el nuevo Govern postprocés? ¿Que hacer más (buena) gestión y menos gesticulación épica nos llevaría mucho más lejos? ¡Pero si no hay manera ni de llegar a tiempo al trabajo! Ojo, president, porque el tren de la normalidad empieza a parecerse a los de Rodalies.