¿Puede cargarse la infamia de los carteles de los Maragall los 90 años de honradez de ERC? El episodio, sobre el cual quedan por averiguar muchas cosas, ha conectado a los republicanos con la cloaca de la política a plena luz. Que el dimitido viceconseller en funciones Sergi Sabrià (¿el auténtico número dos del gobierno de Aragonès?), fiel a su estilo chulesco y provocador haya aparecido como presunto cortafuegos-pirómano de la crisis, negando toda culpa para, en medio de su falsa autoinmolación, señalar a Oriol Junqueras, solo hace que subrayar que, efectivamente, ERC chapotea en el lodazal de la política del todo de vale, en medio de una gravísima crisis interna. ¿Como todos? En todo caso, con la diferencia que acostumbra a erigirse en faro de la decencia ante todos los demás. Que otros lo hagan o lo hayan hecho, que, como se afanó Sabrià a dejar claro en su rueda de prensa en la sede republicana de la calle Calàbria, esta sea la presunta “normalidad” de las cosas en la política actual, en ningún caso exime a ERC de responsabilidades. Después de que nuevas revelaciones, periodísticas, meses después de los hechos, —cómo, si no— apunten que los republicanos habrían pagado 50.000 euros a los tres hombres que colgaron los carteles denigrantes —Fuera el alzhéimer de Barcelona— para taparles la boca, todavía es más urgente que la dirección de ERC aclare los hechos hasta el final, ante los militantes y votantes del partido y el conjunto de la sociedad, incluidos los enfermos de alzhéimer.
Desde hace una semana, a raíz de las revelaciones del diario Ara, el estupor más absoluto reina en la organización republicana, entre los militantes de base y cargos y dirigentes actuales o del pasado. Estamos ante unos hechos que socavan de raíz la filosofía de los valores republicanos y las “manos limpias” con que mucha gente se ha mantenido fiel al proyecto de Esquerra. Cuidado porque las consecuencias pueden ser devastadoras. Es toda una moral, y quizás una historia, la que se ha hundido. En ERC se ha acabado la pastilla azul de Matrix. Bienvenidos al desierto de lo real. Son muchos los interrogantes nada menores que plantea el episodio, el principal de ellos, quién fue el dirigente de ERC que dio el visto bueno a la denigrante campaña de falsa bandera, promovida desde el interior del partido, que, de la peor manera, de la manera más irresponsable y torpe, pretendía levantar las expectativas en la conversación pública y electoral sobre su candidato a la alcaldía de Barcelona, Ernest Maragall. ¿Desde dónde se autorizó y/o contrató la campaña? ¿Desde la sede del partido? ¿O, tal vez —es lícito preguntárselo después de las confusas explicaciones de Sabrià—, desde el palacio de la Generalitat?. Que ERC, el partido que, aunque en funciones, todavía gobierna Catalunya, y tiene que decidir si inviste a Salvador Illa como nuevo presidente, haya podido trabajar con un dispositivo oculto, una trama conocida como “la B”, al margen de cualquier tipo de control, reproduce, como mínimo, los peores esquemas de la manipulación y la intoxicación electoral. Una cosa es ser Maquiavelo, personaje sin el cual es imposible entender la concepción moderna del poder, y otra Trump, o Putin, paradigmas del engaño de masas y la antipolítica en la era del fake, de la mentira y la deshumanización viralizada del adversario como palancas para levantar el voto. Si todo eso se hace con el propio candidato, Ernest Maragall, y, no lo olvidamos su hermano, Pasqual, exalcalde y expresidente de la Generalitat, que desde hace años libra una durísima batalla contra el alzhéimer, como tantas y tantas personas, el asunto ya es de apaga y vámonos.
La vergüenza de los carteles de los Maragall es una buena oportunidad para que el viejo partido de Macià i Companys abra las ventanas y se ventile a él mismo, por su bien y el del conjunto del país
Sin embargo, en cierta manera, el episodio es positivo porque tendría que acabar con un discurso con el que ERC ha pretendido presentarse como un partido de patriotas impolutos, de honorabilidad insobornable, casi aureolados por una especie de santedad laica, que, explícita o implícitamente, enviaba todo el resto de rivales —empezando por los “convergentes” tan caros a Sabrià— en el estercolero más maloliente de la corrupción y el clientelismo. Así han despachado frecuentemente a sus rivales y a sus votantes de buena fe, situados automáticamente bajo la sombra de la sospecha. Que, además, ERC haya actuado como víctima y verdugo de ella misma en el turbio asunto de los carteles de los Maragall, tendría que poner fin a la retórica victimista —el partido con más represaliados, etcétera— con que los republicanos han intentado justificar o edulcorar una ejecutoria política no tan ejemplar. Lo revela la virulencia de la crisis entre los partidarios de Marta Rovira y Oriol Junqueras, pero también los resultados de una gestión de gobierno e, incluso de los calendarios —el desastre de las elecciones anticipadas— que dudo mucho que den derecho a ninguna medalla (republicana) con distinción de primera clase. Un partido en lo que todo el mundo dimite, pero nadie se responsabiliza de nada, responde, cuando menos, a una lógica bastante peculiar. La vergüenza de los carteles de los Maragall es una buena oportunidad para que el viejo partido de Macià y Companys abra las ventanas y se ventile a él mismo, por su bien y el del conjunto del país. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra, dice el Evangelio. En Catalunya sobran cainismos y camarillas y falta generosidad y proyectos de futuro, empuje, determinación y esperanza.