La negociación abierta este sábado por el PSOE y Junts en Ginebra desborda y rompe todos los esquemas de la práctica gubernamental española desde la transición ante el conflicto con Catalunya. El giro es copernicano porque ahora no se trata de verse con el jefe de una organización terrorista, como era ETA, ni de poner fin a una situación de violencia, sino de un presidente de la Generalitat y líder de un partido perfectamente democrático y decisivo para la gobernabilidad del Estado —con sus 7 votos acaba de investir al jefe del Ejecutivo español— y de explorar un acuerdo democrático para encauzar el conflicto secular entre Catalunya y España. Este es el compromiso previo al que llegaron las dos partes, el PSOE y Junts, es decir, Pedro Sánchez y Carles Puigdemont, que se ha visto ratificado de nuevo, con la designación de una figura internacional para coordinar la verificación del diálogo en la persona del diplomático salvadoreño Francisco Galindo Vélez. Por eso tiembla desde los cimientos hasta el ático todo el edificio "constitucional". La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, lo ha expresado con toda la crudeza, y toda la lucidez que, sin ir más lejos, una parte del independentismo catalán es incapaz de ver o no quiere ver. ¡"Es como si fuéramos dos estados"!, ha clamado la joven lideresa de la derecha española en el enésimo acto de protesta en la calle contra la amnistía con que el PP de Alberto Núñez Feijóo intenta reincorporar a su partido a los electores cedidos a Vox para buscar una segunda oportunidad.
Los gobiernos de Felipe González (PSOE), José María Aznar (PP) y José Luis Rodríguez Zapatero (PSOE) crearon tres mesas de negociación con ETA que, por diferentes motivos, fracasaron, si bien, la tercera abrió un paréntesis que llevaría a la pacificación de Euskadi y el final de la violencia etarra. La gran negociación en tiempos del mismo Felipe González, que ahora se escandaliza cuando le preguntan si él iría a Waterloo a negociar con Carles Puigdemont, tuvo lugar en Argel, en 1989, en un año en que ETA asesinó a 18 personas en diferentes atentados. La segunda, autorizada públicamente por Aznar, se celebró en 1999 en Suiza. Y la tercera, en 2006 en Oslo y, de nuevo, en el país helvético. Aznar, que aquellos días hablaba de "Movimiento Nacional de Liberación Vasco" sin que le cayeran los anillos, envió a Suiza a negociar con el jefe etarra Mikel Antza al secretario general de la Presidencia, Javier Zarzalejos, y el secretario de Estado para la Seguridad, Ricardo Martí Fluxá.
En el caso de Zapatero, los escenarios de la negociación fueron un chalet en las afueras de Oslo y la sede del Centro Humanitario para el Diálogo Henry Dunant de Ginebra, que ahora actúa como organismo facilitador del diálogo entre el PSOE y Junts. Si entonces se encontraban el dirigente de los socialistas vascos Jesus Egiguren y el sanguinario responsable militar de ETA José Antonio Urrutikoetxea Bengoetxea, Josu Ternera —recientemente entrevistado por Jordi Évole en una polémica producción marca de la factoría del Follonero—, ahora es el mismo Zapatero quien, como miembro del equipo que encabeza el socialista Santos Cerdán, negocia con Puigdemont en Ginebra y con cobertura del mismo centro Henry Dunant, de nuevo con un importante papel en el diálogo político abierto en este caso entre el PSOE y Junts.
¿Tendremos que concluir que el centralismo español vivía mejor contra ETA que con Puigdemont? ¿Que toleraba mejor los muertos que las urnas?
España ha vuelto a Suiza, pero la reacción en contra de las conversaciones entre Sánchez y Puigdemont supera con creces la que suscitaron los diversos momentos de diálogos oficiales del PSOE y el PP con ETA durante tres décadas. En el núcleo dirigente del Estado, la crispación de alto voltaje y la verborrea guerracivilista ha derivado en un ambiente pregolpista, como evidencian los inéditos llamamientos a la desobediencia de las leyes (!) de una judicatura hipócritamente ofendida por la perspectiva de la ley de amnistía porque enmienda de arriba abajo la flagrante desproporción de la sentencia del 1-O. De la misma manera que otros sectores, no solo de la derecha, sino de la vieja guardia socialista, claman contra lo que ven como una burla de la Constitución. ¿Y pues? ¿Tendremos que concluir que el centralismo español vivía mejor contra ETA que con Puigdemont? ¿Que el Estado toleraba mejor los muertos y los atentados de ETA que las urnas que pide el independentismo para resolver democráticamente el conflicto Catalunya-España, para decidir el futuro en paz?
En 1984, un año en que la "banda terrorista" —como se la denominaba cuando no había treguas— causó 32 muertes, el entonces presidente Felipe González no se privaba de declarar, en un acto sobre la transición celebrado en Toledo, que "el terrorismo en el País Vasco es una cuestión de orden público, pero el verdadero peligro es el hecho diferencial catalán". España ha vuelto a Suiza, pero Puigdemont no es Josu Ternera por más que el juez García-Castellón intente endosarle un muerto. Algo parecido a lo que debe pasar por la cabeza de Feijóo cuando carga contra "el verificador de guerrillas latinoamericanas", menospreciando hasta la náusea el prestigio internacional de Galindo Vélez. España ha vuelto a Suiza a hablar sobre conflictos como la bestia herida que siempre ha sido, pero ahora no hay sangre ni pistolas humeantes encima de la mesa: solo hay palabras y, por eso, han salido todos los fantasmas y demonios a pasear y el socavón abierto cada vez parece más grande.