El próximo miércoles 10 de octubre hará un año que Catalunya fue independiente de facto durante 8 segundos. Este es el lapso que transcurrió entre la asunción por parte del president Carles Puigdemont del resultado del referéndum del 1 de octubre, el sí inapelable a la independencia, y la suspensión "durante unas semanas" de la declaración de independencia "para entrar en una fase de diálogo". Es el lapso que va entre el estallido de gozo de los indepes de buena fe congregados en el Arc de Triomf de Barcelona, al haber aceptado el Govern en sede parlamentaria el mandato popular, y la decepción ante el brutal frenazo.
Hubo caras de decepción, de tristeza. Y algún llanto, incluso. ¿Lo recuerdan? Pues bien, intenten congelar la escena. Hagan un ejercicio de ucronía y piensen qué habría sucedido si la "suspensión" de la declaración de independencia —finalmente formalizada el 27 de octubre, con las consecuencias conocidas— se hubiera mantenido en stand-by bastante tiempo más. Imaginen incluso que todavía hoy estuviera en el aire la declaración; que 12 meses después todavía no se hubiera formulado a la espera de que alguien, en Madrid o en Bruselas, moviera ficha. Posiblemente, Puigdemont, Junqueras y el resto de miembros del Govern encarcelados y en el exilio todavía estarían donde estaban sin haber traicionado nada. Y la declaración de independencia, legitimada por las urnas del 1-O y la brutal represión estatal, habría mantenido todo su potencial político intacto. De hecho, bien podría ser, como sí ha sucedido, que la declaración congelada se hubiera llevado por delante al gobierno de Mariano Rajoy, el sacrificio necesario para evitar una crisis quién sabe si irreversible de la monarquía española, y con ella, de todo el edificio político del denominado régimen del 78.
Pero estamos en tiempos de histerización del tiempo, valga la redundancia. De hiperaceleración. La era digital lo favorece. Imposible dejar nada para mañana. El Govern Puigdemont-Junqueras decidió plantar cara no solo a la presión de los aparatos del Estado, descomunal, sino a sus propias contradicciones, inevitables, activando la declaración de independencia del 27 de octubre. Los efectos de aquella decisión, especialmente para sus principales responsables, han sido dramáticos. Y es vergonzoso que desde el independentismo se señale como "traidores" a unos políticos que han pagado con la prisión o el exilio, nadie sabe por cuánto tiempo, el intento de dar cumplimiento al mandato del "pueblo". El caso es que, un año después, Catalunya sigue siendo tan poco república independiente como lo era entonces, cuando Puigdemont suspendió la DI en un intento de hacer un reset de todo punto imprescindible en aquellos momentos. Un reset abortado por la presión, también, del calendario. Algún día alguien escribirá que el procés no naufragó porque un mal capitán pilotaba el barco, sino porque la tripulación se obsesionó tanto con el calendario que olvidó que para llegar a puerto primero hace falta hacer la travesía, el viaje. El calendario, la obsesión casi enfermiza por los plazos, responde a una visión extrañamente gerencial del proceso independentista que, lejos de ofrecer resultados, recalienta los motores y provoca la sensación de alargamiento de una inacabable agonía colectiva. Hete aquí, tal vez, el principal escollo para que la nave avance.
El proceso no naufragó porque un mal capitán pilotaba el barco, sino porque la tripulación olvidó que para llegar a puerto primero hace falta hacer la travesía, el viaje
El gobierno Torra-Aragonès, después de la hebdomada horribilis con que ha conmemorado el aniversario del 1-O, se ha propuesto aguantar, mantenerse "unido", al menos hasta la sentencia del Tribunal Supremo. La pregunta es: y entonces, ¿qué? ¿Se romperá el Govern y se convocarán elecciones? ¿Y de qué forma incidirá el resultado de estos comicios —presumible nueva victoria independentista con redistribución de escaños entre las tres principales fuerzas— en la era postsentencia?
¿No sería más lógico que el gobierno Torra-Aragonès completara la legislatura para gestionar desde las instituciones las eventuales respuestas a la más que previsible condena de los líderes independentistas? ¿No habíamos quedado en que hacía falta un "gobierno efectivo" para gestionar el día a día y mantener el control de las instituciones en manos de las fuerzas independentistas? ¿A qué lógica obedece dar la razón al españolismo, que no ha dejado de impugnar el resultado de las elecciones del 21-D que estrepitosamente perdió, convocando otras elecciones anticipadas? ¿O es que quizás JxCat y ERC ya tienen claro que la sentencia los separará, a la fuerza, porque, ay, no responderán de igual manera y, ahora sí, habrá que recoger el velamen?
¿No sería más lógico que el gobierno Torra-Aragonès completara la legislatura para gestionar desde las instituciones las eventuales respuestas a la más que previsible condena de los líderes independentistas?
La exvicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, en un ataque de euforia, en el momento más duro de la represión que siguió al 1-O, lo llamó "el descabezamiento". Es decir, la decapitación del movimiento independentista con el encarcelamiento de sus líderes y la ocupación por parte del Estado de las instituciones catalanas. El golpe "constitucional" contra la revuelta democrática catalana. Ahora, como si no tuviera bastante con el cadalso que ha montado el Estado español en pleno para terminar el trabajo, los dirigentes del independentismo insisten en ponerse la soga al cuello con los calendarios en la mano. Ya sea por efecto de las contradicciones entre ERC y JxCat —acatar sin que se note o desacatar sin herirse—, ya sea porque una parte del "pueblo" exige de nuevo la independencia ahora, la respuesta es poner fechas. Hasta que la sentencia los separe.
Una señal en el calendario lo puede curar todo. O marcarte el día y la hora en el patíbulo que tú mismo has levantado.