La forma más antigua de vida sobre la Tierra podría ser también la última. Tal es el paradójico epílogo de la exposición sobre la inteligencia artificial (IA) que estos días se puede visitar en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB). En una especie de vaso cilíndrico lleno de agua —todo un guiño a los míticos laboratorios de científicos malvados de la serie B— late algo parecido a una patata o huevo cableado que recuerda a un encéfalo. El ente está sumergido y sujetado bajo una luz azulada (¿la fuente de energía vital?) a la cual también está conectado, y —las burbujas lo delatan—, parece que respira. La cosa en cuestión es una instalación artística asistida con IA sobre las denominadas arqueas, organismos unicelulares que, según las últimas investigaciones, son los más antiguos del planeta y tienen capacidad de adaptación a condiciones extremas. He ahí una forma de vida post-singularidad (humana) y post-cambio climático, según detalla la descripción de la obra de Anna Dumitriu y Alex May, que viene a ser la guinda de la visita.
La IA, pues, nos dice también qué seremos: una especie de boniato bañado de luz azul y que podría hacer funcionar alguna gran inteligencia central como la que proponen los transhumanistas de la Singularity University de Google en Silicon Valley, donde mentes preclaras tan asquerosamente humanas como la del tecnólogo Rai Kurzweil —doy más nombres para ir aterrizando el artículo— hace años que piensan sobre el momento en que la IA igualará y superará la inteligencia humana. De hecho, la reciente crisis de OpenAI, la propietaria del popular ChatGPT, con el extraño despido y repentino retorno de su cofundador Sam Altman, y la denuncia de algunos empleados sobre el desarrollo de una IA potencialmente destructiva para la humanidad, indican que el momento ya habría llegado mucho antes de las previsiones de Kurzweil. En el mientras tanto del proceso acelerado de ciborgización de la especie, el human enhance o mejora humana a partir de la biotecnología y la cibernética, nos curará de todos los males físicos, nos alargará la vida al nivel de las tortugas de las Galápagos y, periclitado el sufrimiento, nos convertirá en seres posthumanos, también moralmente perfectos. El imperativo tecnológico —los transhumanistas proclaman que es deber y obligación de la especie humana transhumanizarse— jubilará el imperativo moral de Kant, el faro de la Ilustración. No limits. En el final del viaje, será posible prescindir del cuerpo biológico para convertirse de lleno en lo que dicen que ya somos: pura información, un surtidor de datos que todavía enferma y muere, si bien eso, al final, también dejará de tener importancia, porque la inmortalidad virtual, insípida e indolora está cerca.
En la exposición del CCCB, que recomiendo, es posible hablar y dar mimos a un simpático perrito-robot que no come ni, por lo tanto, defeca —imaginen la de ahorro y limpieza de las aceras y parques infantiles que comportará la adopción del animalillo electrónico—. También es posible someterse a divertidas experiencias de tratamiento biométrico, es decir, de reconocimiento facial, como el que ya se utiliza en los aeropuertos o en los exámenes universitarios online con el fin de registrar turistas, localizar terroristas o identificar estudiantes tentados de ser suplantados por un primo listo o una aplicación de IA para hacer la prueba telemática. La IA sirve para que crezca el PIB a costa de hacer desaparecer puestos de trabajo y adelgazar sueldos —lo cual es de primero de capitalismo clásico— y también para controlarnos, vigilarnos y decirnos qué tenemos que comprar y qué no. Pasa en China, un país de 1.200 millones de habitantes que es la mina de datos más grande del mundo y donde —según se expone sin ningún tipo de crítica sino todo lo contrario por parte de los responsables de la exposición del CCCB— hay ciudades enteras, pobladas por millones de personas, monitorizadas por IA. La misma IA que, a través del panóptico digital de cámaras instaladas por todas partes, permite a la República Popular premiar o castigar el comportamiento de los ciudadanos como si estuvieran en un inmenso patio de escuela vigilado.
¿Por qué tendríamos que decidir sobre quién y cómo nos gobierna si lo puede hacer por nosotros un algoritmo presuntamente infalible?
Con la IA como nueva gran aliada, el tecnocapitalismo salvaje, dirigido por una élite autoritaria que fusiona en un todo las grandes compañías tecnológicas y el régimen de partido único, sin ninguna restricción de acceso a la privacidad de la vida de cada uno, tiene en China su paraíso, su modelo futuro de vida hipertecnológica. En Europa, al menos esta es la intención de la histórica cumbre que ha llegado a un acuerdo para regular la IA, parece que se intentará mantener la necesaria distancia crítica respecto de la máquina inteligente sin renunciar —¿cómo hacerlo?— a los avances tecnológicos. Los resultados del pacto son más que dudosos, porque la tecnología siempre ha ido por delante de la política y las leyes. Pero la iniciativa permite pensar, cuando menos, en cómo restablecer el equilibrio entre los seres humanos y la máquina en estos tiempos de euforia cíborg desbordada. Después del sacrificio de la privacidad, impúdicamente invadida por móviles y adictivos tiktoks, la política —y la democracia— será la víctima siguiente de un desarrollo sin control de la IA. La tecnología no es solo el nuevo sujeto o motor de la historia, como vaticinó el filósofo heterodoxo Günther Anders, es también la nueva religión. ¿Por qué tendríamos que decidir sobre quién y cómo nos gobierna si lo puede hacer por nosotros un algoritmo presuntamente infalible? La política también tiene que ser poder decidir si queremos o no queremos ser patatas conectadas bajo una luz azul en el fondo de una probeta de feria tecnológica.