Entre 1956 y 1975, el régimen de Francisco Franco aplicó el estado de excepción en once ocasiones. Tal como explica el historiador y diputado Agustí Colomines en su imprescindible Amnistia i llibertat! Els 113 de l'Assemblea de Catalunya i el final del franquisme (Rosa dels Vents, 2023), este recurso represivo permitía al gobierno "declarar suspendidos los pocos derechos existentes", con restricciones a la circulación de personas y vehículos, confinamientos de sospechosos en lugares apartados de sus casas, expulsión de extranjeros por el mismo motivo o registros domiciliarios sin ningún tipo de control. Es interesante observar como el franquismo aplicaba estas medidas ante las protestas de la oposición, ya fueran las huelgas en las universidades o la conflictividad obrera, y lo hacía, si le convenía, de forma territorializada. Así, si bien el primer estado de excepción, de 1956, comprendía todo el Estado, el segundo, en 1958, afectó solo a Asturias y su cuenca minera; el tercero, en 1967, a Vizcaya, también contra el movimiento obrero, y el sexto y el séptimo, a Guipúzcoa, después de la muerte del comisario Melitón Manzanas, considerada la primera víctima mortal de ETA. El octavo, en 1967, de nuevo vigente en todo el Estado, se declaró a raíz de las protestas en las universidades y las fábricas por la muerte a manos de la policía del estudiante Enrique Ruano.
Todo eso sucedía en el clima de final sin final de régimen y de inicio sin inicio de la transición democrática, que se prolonga más o menos hasta la época que relata la película de moda, El 47, sobre el famoso autobús ganado por la lucha de los vecinos de Torre Baró, en Barcelona, que servidor tiene pendiente ver, aunque los amigos ya me la han explicado hasta el punto del spoiler, al igual que tiene pendiente acabar el libro de Colomines. Se trata de una lectura tan interesante como trepidante que permite situar muy bien los años que van desde la victoria franquista del 39 hasta la restauración borbónica del 78 desde la vertiente de la miríada de organizaciones, comités y plataformas, partidos y sindicatos, del activismo catalanista y obrero, obrero y catalanista, conjuradas, pese a las luchas despiadadas entre ellas, para recuperar la democracia ya desde el día siguiente de la derrota. Por supuesto, el libro permite visualizar el nivel de represión desatado por el régimen, entre otros episodios, el que centra el texto, la detención de los 113 de la iglesia de Santa Maria Mitjancera, el 28 de octubre de 1973, que participaban en una cita clandestina de la Assemblea de Catalunya. Y en un contexto que no olvida la revolución cultural sesentista, desde el icónico restaurante Flash Flash hasta el Canet Rock o el movimiento de librerías catalanas, que proporcionaron la banda sonora, la letra y, por qué no, la alegría de vivir, a pesar del gris imperante, a las aspiraciones de sectores sociales muy diversos de construir un país normal. Aspiraciones que, de una manera u otra, actualizaron y reinventaron las de la tradición democrática, catalanista, republicana, obrerista, liberal y católica que perdió la guerra.
A diferencia de 2017, el rey Felipe VI no ha movido un solo dedo ante la violación flagrante de la legalidad por parte de los jueces sublevados contra la ley de amnistía
El pasado nunca se repite de la misma manera, pero a veces es persistente como una bota malaya. No hay que ser un experto en la historia de la clandestinidad en Catalunya en los tiempos de la dictadura, para comprobar como la democracia española nunca ha dejado del todo atrás los estados de excepción políticos, como lo eran aquellos del franquismo. La aplicación del artículo 155 de la vigente Constitución, que supuso la intervención de la Generalitat y la disolución del Parlament por parte del Gobierno como respuesta a la declaración independentista de otoño de 2017, es una versión actualizada de los viejos estados de excepción franquistas territorializados de hace 50 o 60 años, en este caso, en Catalunya. Los efectos jurídicos asociados a aquella decisión del ejecutivo del PP, refrendada también en el Senado por los principales partidos estatales de oposición en ese momento, empezando por el PSOE, todavía persisten. Lo cual también se explica por la implicación directa de la Corona a partir de la intervención del rey Felipe VI del 3 de octubre de 2017 y su llamada a los "legítimos poderes del Estado" a "garantizar el orden constitucional y el funcionamiento normal de las instituciones".
La inaplicación de la ley de amnistía a los líderes del procés por parte de la judicatura, encabezada por los jueces sublevados del Tribunal Supremo, tiene desde el primer día el amparo del monarca. Pues bien, a diferencia de 2017, el rey de España no ha movido ahora ni un solo dedo ante la violación flagrante de la legalidad por parte de Marchena y Llarena, declarados en rebeldía contra el legislador, el Parlamento español, que aprobó la ley de amnistía. Podría hacerlo perfectamente, en virtud del rol moderador y arbitral entre los poderes del Estado que le otorga la Constitución. Como también, para dar sentido a la voluntad de normalización que expresa en sus discursos, voluntad explícita, por otra parte, en la política de "reencuentro" del presidente Pedro Sánchez en Catalunya. Por eso, convendría que el president de la Generalitat, Salvador Illa, que este miércoles irá a ver al rey para normalizar las relaciones entre la Generalitat y la Corona, recordara a Felipe VI cuando visite la Zarzuela que la normalidad catalana seguirá siendo una normalidad anormal mientras todos los represaliados del procés, formalmente amnistiados, no puedan hacer vida normal en su casa y en plenitud de todos sus derechos. A diferencia de los policías implicados en la represión de los votantes del 1 de Octubre, a quienes sí se ha aplicado la amnistía, lo que evidencia una desigualdad de trato tan clamorosa como inquietante.
Sería bueno que Illa recordara a Felipe VI que los represaliados del 'procés', formalmente amnistiados, todavía no pueden hacer vida normal en su casa y con plenitud de todos sus derechos
P.S. Los 113 de Santa Maria Mitjancera (95 hombres y 18 mujeres) de los que habla Colomines en su libro, fueron detenidos, encarcelados y multados por diferentes acusaciones. De acuerdo con la clasificación de la policía franquista, unos lo fueron por "extremista catalán" (39), "anti-régimen" (28), otros por "socialista" (17), "marxista" (14), "PSUC" (11) y sin especificar (4). Ente los arrestados en el interior de la iglesia y en plena misa, había desde mozos de almacén a profesores de secundaria, pasando por estudiantes, un médico pediatra, empleados de banca o notaría, albañiles, analistas financieros, un director de cine, ingenieros industriales, un telegrafista, filólogos y trabajadores metalúrgicos, una abogada o un sacerdote. Había apellidos autóctonos catalanes (Xirinacs) y no autóctonos (Martínez), lo cual evidencia la convergencia en el movimiento antifranquista entre catalanes de siempre y recién llegados. Repasar la lista de los 113 es un buen ejercicio contra la desmemoria y el reduccionismo interesado que practican algunos sobre la pluralidad ideológica y de procedencias de la resistencia catalana organizada al franquismo. El texto clarifica el rol de la denominada "burguesía" (catalanista) y de los "obreros" (inmigrantes), a menudo desfigurado en una dicotomía bastante falsa al servicio de un relato más españolista que izquierdista. También, del peso relativo de las izquierdas y del catalanismo, dos polos que convergían perfectamente en muchos de los activistas. Cabe decir que, 50 años después, si se volviera a vivir una situación igual, y vista la experiencia del procés, es fácil deducir quiénes serían hoy los detenidos: "indepes" y solo "indepes". Lo cual dice mucho de hasta qué punto el sistema ha normalizado las izquierdas, las comunistas incluidas, y mantiene proscritos a los otrora conocidos como "extremistas catalanes".