En el mundo de Esquerra Republicana, entre electores o exelectores, pero también en gente próxima al aparato del partido, con presencia en las redes sociales, empiezan a salir las primeras voces que piden una "reflexión" al partido de Pere Aragonès y Oriol Junqueras. La relación política con Pedro Sánchez y su gobierno "progresista", que en principio no existiría sin el voto de los republicanos, se acerca cada día con más nitidez al dibujo de una colosal estafa, mientras que, como se dice por estos lares, la sensación general es que se nos mean encima y dicen que llueve. A la fantasmal mesa de diálogo, de la cual nunca se volvió a saber nada más, se ha sumado la justificación del espionaje desbocado con el software Pegasus, pocos días después de que el presidente viniera a Barcelona a hablarle al oído unos minutitos al president espiat —¿qué debe saber Sánchez de Aragonès?—; la eventualidad que los indultos de los expresos del 1-O sean revisados a raíz de un cambio repentino de doctrina del Tribunal Supremo —todo un precedente, cuando menos, para que un eventual gobierno PP-Vox en Madrid los devuelva en la prisión— y, para acabarlo de arreglar, el fiasco de la ley del audiovisual que, de proteger las lenguas cooficiales en las grandes plataformas tipo Netflix, ha pasado a reforzar las subvenciones a las productoras con vínculos con las grandes compañías televisivas —en una evidencia más que la política deja de ser política cuando prioriza la defensa de intereses que no son los del común de los gobernados—. No es que Esquerra tenga que reflexionar, que también: es que, después de esta semana horribilis, el partido de Aragonès y Junqueras tendría que haber suspendido ipso facto y sine die toda colaboración con el gobierno del PSOE en Madrid, y reducir al mínimo imprescindible la existente entre los gobiernos de Catalunya y España. Las largas de Sánchez a la reunión que reiteradamente le ha pedido Aragonès elevan el desprecio del jefe del ejecutivo español a sus socios parlamentarios y a la máxima autoridad catalana y del Estado en Catalunya —que eso es el president de la Generalitat— a la categoría de vergüenza de Estado.
Esquerra, es obvio, tiene responsabilidades directas en esta situación, pero las consecuencias las está recibiendo todo el mundo y es el conjunto del movimiento independentista, del cual los republicanos son ahora la fuerza mayoritaria, quien se tendría que encerrar en el rincón de pensar, sin prisa, pero sin pausa, y explicar a la sociedad catalana cómo piensa revertir el estado de inacción política, división partidista y sectaria y ausencia de estrategia definida a medio y largo plazo que constituyen ahora su no-hoja de ruta. El próximo Onze de Setembre será el décimo aniversario de la primera gran manifestación histórica de las que, año tras año y casi durante una década, descontado el paro de la pandemia, acompañaron el procés independentista de manera continuada e ininterrumpida. En la vertiente política, el primer gran reset lo tendría que hacer no sólo ERC, que ya lo he dicho, sino ERC y Junts. Una parte de lo que pasa, la debilidad con que opera el independentismo en Madrid, es responsabilidad compartida de las dos grandes fuerzas de este espacio y su lucha cainita por alcanzar la hegemonía en la estructura y el aparato político y funcionarial que sustenta el triste edificio autonómico. No tiene mucha lógica, y, desde luego, cero épica, que dos partidos que, como mucho —como lo demuestran los últimos resultados electorales y dibujan las encuestas— pueden aspirar a sumar un bloque de unos 65 diputados, algo por debajo de la mayoría absoluta, se destripen de la manera que lo hacen para gestionar los cargos y los sueldos de una gris autonomía en libertad vigilada, o provisional, como sus pseudoindultados líderes, en lugar de ponerse a trabajar juntos para alcanzar el objetivo último que dicen defender.
De la desafección catalana hacia España de la que alertaba el president José Montilla y la figura periodística del català emprenyat estamos pasando a la desafección del independentismo hacia sus propios partidos, ERC, Junts e incluso la CUP, y la emergencia del independentista emprenyat. Nadie sabe a estas alturas hacia dónde soplará el viento. Pero es posible dibujar un escenario en el que emergerá un independentista que, fatigado de los partidos y convencido de haber hecho individualmente el trabajo que le tocaba (manifestaciones, urnas del 1-O, apoyo a los presos y los exiliados, cajas de resistencia ante la represión judicial) se quedará en casa y militará en el abstencionismo activo ante la falta de expectativas de alcanzar la independencia en un plazo de tiempo razonable. Aquello que se denominó abstencionismo diferencial entre las elecciones catalanas y españolas puede volver, pero con un tipo de abstencionista diferente. Lo que le pasaba al PSC de Raimon Obiols cuando venían elecciones catalanas —el electorado de Felipe González en las generales se quedaba en casa— le puede pasar ahora a la ERC de Pere Aragonès y Oriol Junqueras o a Junts, el partido de Carles Puigdemont. Del abstencionismo castellanohablante, votante del PSOE en las generales, felipista, de los años del pujolismo, podríamos pasar ahora al abstencionista con estelada de la segunda década del siglo XXI. La operación normalizadora —con los pseudoindultos de hace un año como punto y final del procés— tendría en este escenario de desactivación electoral del independentismo su culminación definitiva después de haber decapitado electoralmente el movimiento. Es decir, de haber forzado el exilio de Puigdemont y de haber inhabilitado a Junqueras para impedirles optar de nuevo a la presidencia de la Generalitat antes de la jubilación.
Del abstencionista castellanohablante, votante del PSOE en las generales, felipista, de los años del pujolismo, podríamos pasar ahora al abstencionista con estelada de la segunda década del siglo XXI
La otra figura posible de los tiempos que vienen en términos electorales es la del independentista que aparca la causa en el cajón y se pregunta en qué medida contribuirá el president de la Generalitat, su alcalde o alcaldesa o el diputado o diputada de su zona a hacerle la vida, el día a día, más llevable, más vivible. Es muy posible que el voto digamos más pragmático, o práctico, marque la pauta en las próximas elecciones municipales. La gestión de la alcaldesa Colau es considerada desastrosa por la mayoría de los barceloneses, ¿pero puede Ernest Maragall volver a ser el gestor que fue hace 40 años con su hermano Pasqual en la alcaldía? Barcelona ha sido víctima, como el conjunto del país, de la salvaje política de tierra quemada practicada por los aparatos del estado español para desactivar el independentismo (cuentas fake atribuidas al alcalde Trias, reelección de Colau gracias a la operación Valls, espionaje a Maragall...). Y el resultado es, talmente como también sucede en el escenario catalán, que es muy difícil que de las cenizas salga algo con bastante fuerza como para despertar otra vez los sueños de todos nosotros.