Me comenta un compañero que, como servidor, se desplaza en tren al trabajo, que el otro día se produjo una batalla campal en la R-1 de Rodalies, en la línea del Maresme. Jóvenes magrebíes, armados con palos, se persiguieron y agredieron entre ellos en medio de la perplejidad del resto del pasaje, que se refugió como pudo en otro vagón para dejar pista libre a los vándalos. Los denominados MENA, menores generalmente de origen marroquí de quien nadie se hace cargo, son hoy lo que en otros tiempos fueron los quinquis. Los quinquis eran jóvenes desarraigados de barrios castellanohablantes o hijos de familias gitanas que, además de generar toda una cultura musical y cinematográfica —Los Chichos justamente están ahora de gira de despedida de los escenarios—, inspiraron a una tropa de imitadores que aterrorizaban a los chavales cuando salíamos de la escuela a finales de los años setenta. A servidor, que también era de barrio, un quinqui le birló el reloj de la primera comunión, talmente como, 40 años después, un MENA me tiró del móvil en plena pandemia en un tren de Rodalies donde juraría que yo era el único pasajero. Entre la era de los quinquis y la de los MENA, y sin salir de la peculiar sociología de la Renfe, durante un tiempo eran frecuentes las peleas entre pastilleros, jóvenes seguidores de la música mákina, de estética skinhead, que más de una vez obligaron al maquinista —del tren— a pararlo en alguna estación mientras llegaban los Mossos.
¿Hay un problema de inseguridad en Catalunya provocado por la inmigración de los últimos años? ¿O un problema de falta de seguridad en la Renfe? La delincuencia que ahora se asocia a la inmigración, magrebí o sur y centroamericana, tiene que ver con la pobreza, la falta de expectativas y un entorno seguro —una familia, una escuela, un trabajo—; problemáticas a las que, por razones obvias, están más expuestos los inmigrantes recién llegados al país que no los que hemos nacido. Es la inseguridad en las condiciones de vida lo que puede convertir una inmigración sin regulación en una bomba de relojería en sociedades como la nuestra, con el ascensor social averiado y dominadas por la incertidumbre del día a día. Un horizonte de inseguridad vital que, al menos desde la crisis financiera y económica del 2008, no ha parado de crecer y que afecta por igual a inmigrantes y no inmigrantes. Los inmigrantes, en conjunto, no son per se ladrones y vividores del sistema de bienestar público, como quiere hacer creer el populismo xenófobo e islamófobo o el racismo banal que intenta dirigir la conversación pública en las redes sociales, pero en buena parte están más expuestos que el resto a convertirse en delincuentes. Analicemos algunos datos.
Los extranjeros son el 16,3% de la población catalana y un abrumador 48,80% de la población encarcelada. ¿Y entonces? ¿Dónde está la permisividad con la delincuencia de origen extranjero o inmigrante?
En las prisiones de Catalunya había en 2022 un total de 7.713 internos, de los cuales 3.949 (un 51,19%) tenían nacionalidad española y 3.764 (un 48,80%) eran de nacionalidad extranjera. Entre estos, los dos grupos de población reclusa más grandes según la nacionalidad eran el de los 1.482 de origen magrebí (un 19,21% del total de los reclusos) y el de los 1.028 de origen sur y centroamericano (13,3% del total). El tercer grupo más numeroso era el de los presos originarios de otros estados de la Unión Europea, un total de 453 (5,87%). El mismo año 2022, la población catalana era de 7.792.611 personas, de las cuales 1.271.810 (16,3%) eran originarias de 170 nacionalidades extranjeras. La más numerosa era la población con nacionalidad marroquí, con un total de 235.278 ciudadanos, que equivale a un 18,5% de los extranjeros y un 3,01% del total catalán. La comparación de las cifras desmiente la supuesta impunidad legal de la delincuencia de origen inmigrante. Los magrebíes representan el 3,01% del total de la población catalana y el 19,21% de la población reclusa. Los extranjeros son el 16,3% de la población catalana y un abrumador 48,80% de la población encarcelada. ¿Y entonces? ¿Dónde está la permisividad con la delincuencia de origen extranjero o inmigrante? ¿Delinquen más porque son inmigrantes —como sostiene explícita o implícitamente el discurso antiinmigración— o porque están más abocados a ello por sus condiciones de vida —como informa un abordaje del tema no desde el buenismo woke sino desde el del mínimo sentido común?
Es política lo que necesita el mal llamado problema de la inmigración. No es un problema de ellos —del moro, del negro, del paki, del sudaca— es un problema nuestro. Y la política democrática tiene que hablar de ello: la antipolítica del estómago ya ha hablado demasiado
Otra cuestión que envenena el debate es el fenómeno de la multirreincidencia en delitos, como se ha denunciado últimamente en varias poblaciones del Maresme. Pero una vez más, si aproximamos el foco veremos que las cosas son más complicadas de lo que parecen. Por desgracia, este es un problema tan viejo como las películas del Vaquilla y el Torete, los dos míticos quinquis que se pasaban la vida entrando y saliendo de la Modelo. Y su tratamiento depende más de los jueces que de los políticos, por más que el populismo xenófobo excite los ánimos de la gente honesta preocupada por la inseguridad con proclamas antipolíticas, xenófobas y racistas. Precisamente es política lo que necesita el mal llamado problema de la inmigración. No es un problema de ellos —del moro, del negro, del paki, del sudaca— es un problema nuestro. Y la política democrática tiene que hablar de ello: la antipolítica del estómago ya ha hablado demasiado.
El primer secretario del PSC, Salvador Illa, fue acusado ayer en las redes sociales de subirse al carro del discurso de la alcaldesa de Ripoll, Sílvia Orriols, a raíz de una entrevista en este diario en que hablaba de regular, acoger e integrar la inmigración. Lo mismo le pasó recientemente a Junts per Catalunya, que obtuvo de Pedro Sánchez el compromiso de delegar a la Generalitat por ley las competencias en inmigración. Es evidente que ni Salvador Illa ni Jordi Turull son Sílvia Orriols pero el PSC y Junts pueden tener un problema en segmentos de los respectivos electorados si no cogen por los cuernos el toro del debate sobre la inmigración. La próxima campaña electoral —y el tiempo que queda hasta entonces— será una magnífica ocasión para que los partidos centrales recuperen la agenda sobre la inmigración que hoy controla el populismo xenófobo de la denominada Catalunya catalana. Hablar, hablar y hablar: es la única vía que tiene la política democrática ante el populismo y la mentira interesada o impostada que lejos de apagar el incendio aviva las llamas.