Hay una izquierda que, ante la incapacidad de hallar una alternativa operativa, o sea, útil, a sí misma —ya que no ha podido encontrarla al capitalismo—, lo que debería ser su misión histórica, sigue a piñón fijo como el asno en la noria, todo polvo, oscuridad y rotación perpetua; incluso si ya no hay noria. Erre que erre. Hablo de esa izquierda en absoluto ingenua, sino falsamente resentida, que, por ejemplo, confunde a Putin y sus secuaces con la gloria del Ejército Rojo y el pueblo ruso, o, aún peor, con el comunismo —pobre Karl Marx—: ese sueño que sedujo a una parte de las masas europeas de finales del XIX y el XX como gran acto sacrificial a medio camino de la venganza y la justicia poética universales luego abortado por sus siniestros administradores. Hay en casa un libro sobre la entonces gran urbe soviética de Leningrado, la antigua San Petersburgo de Pedro el Grande, capital de la Rusia de los zares. Firmado por V. Shavarts, la obra es una suerte de guía turística-artística-revolucionaria de la ciudad editada en castellano a principios de los años ochenta por la mítica Ediciones Progreso, de Moscú. Más allá de la retórica, impresionan las imágenes: los grandes edificios y avenidas neoclásicas casi vacías, con poquísimas personas y automóviles circulando, como si se tratara del passeig de Gràcia durante la pandemia de coronavirus solo que 40 años antes. ¿Dónde están los felices obreros del paraíso socialista? Todo, la vida entera, parece congelado en esas fotografías en blanco y negro o tenuemente coloreadas de la París del Báltico en la ya por entonces declinante URSS; la vida entera museizada, apolínea, perfectamente dispuesta para el ojo del turista inexistente; quizás, del residente en esa imponente y misteriosa casa de instrucción política que aparece en una de las imágenes. Un mundo fuera del tiempo. En esos mismos años, a este lado de la historia los obreros ya habían pasado del 600 al R-12 o el Seat 124 y sus hijos aspiraban al Volkswagen Polo, el coche de moda de los niños —y las niñas— pijos —pijas—. Existe, digo, aún, esa izquierda momificada y momificante, parapetada tras los sueldos —cargos y sinecuras— del parlamentarismo burgués y la empresa pública privatizada, postsoviética. ¡Pero cómo no van a pasar los barrios del rojo al verde Vox en esta feria de las vanidades de la izquierda! Aquí, ahora y entre los nuestros, esa misma izquierda es la que, fascinada por las estatuas muertas de Leningrado, o, lo que es peor, ni siquiera eso, o sea, por la nada y la vacuidad más absoluta, carga contra los que van a Waterloo a acompañar a Puigdemont o no sabe qué votar cuando Zelenski compara la invasión de Ucrania con el bombardeo de Gernika.
La izquierda que no entiende por qué alguien como Carles Puigdemont no puede poner el pie en su país siendo de derechas es la misma que tampoco entendió nunca que el banquero Pujol sufriera prisión y tortura en plena dictadura de Franco
Esa izquierda no entiende, y no lo digo solo por el portavoz de ERC en el Congreso, Gabriel Rufián, aunque sea él quien lo ha verbalizado, por qué algunos de los suyos, un Jaume Asens, por ejemplo, van a visitar al president de la Generalitat exiliado, Carles Puigdemont, a Waterloo. En realidad, la izquierda que no entiende por qué alguien como Carles Puigdemont no puede poner el pie en su país —a este lado de la frontera— siendo de derechas es la misma que tampoco entendió nunca que el banquero Pujol sufriera prisión y tortura en plena dictadura de Franco. Y así, hay una izquierda, republicana, que de tanto llamar “convergentes” a los de Junts ha conseguido resucitar a Convergència, como se ha visto este fin de semana en el congreso de Argelers de la Marenda. ¡En Argelers! ¿Pero qué hace la derecha catalana, burguesa, celebrando un congreso en ese sanctasanctórum del exilio republicano de la Guerra Civil? ¿Y cómo es posible que Jordi Turull, un convergente más convergente que la peineta de la Ferrusola, como decía un colega, haya adelantado en la última curva del conclave de Argelers a la imponente Laura Borràs? Quizás porque Turull, que además de convergente y juntaire es un corredor de fondo, también estuvo en prisión, como Pujol, o como —en cierto sentido— lo está Puigdemont. Y como lo han estado Jordi Sànchez, uno de izquierdas de toda la vida que, al parecer, no está donde los manuales prescriben que debería, políticamente.
La izquierda no perdona a Asens que visite a Puigdemont en Waterloo como el deep state español y el establishment catalán no perdonaron a Artur Mas que encendiera la mecha del procés. O sea, de la última revolución burguesa
Convergència siempre o casi siempre le ganaba y puede que vuelva a ganarle a la izquierda porque no encajaba en el manual al uso de ciencia política de izquierda. Esa derecha convergente, la de Pujol, la de Puigdemont, la de Turull, no ha estado en la cárcel o el exilio por robar nada, lo sabe todo el mundo, sino quizás por asumir papeles y roles, y objetivos, que la derecha, la de verdad, tiene prescritos y a la vez proscritos a la izquierda, la de verdad. La izquierda no perdona a Asens que visite a Puigdemont en Waterloo, como el deep state español y el establishment catalán no perdonaron a Artur Mas que encendiera la mecha del procés. O sea, de la última revolución burguesa. En código marxista, la revolución necesaria, aunque insuficiente, para lograr —cuando quiera que sea— el objetivo final, la independència. He ahí la paradoja indescifrable, aún, para mucha izquierda. Y también pudiera ser que, en el adiós de Puigdemont, frente a las sombras que acechan a Borràs en los tribunales y mientras el moviment decide hasta dónde irá la próxima vez, Junts quiera volver a ser un partido. Un partido: un dispositivo con las pilas cargadas para ganar elecciones, es decir, puestos de decisión, no de gesticulación o jubilación garantizada. En la vieja URSS, el partido lo era casi todo.