El pacto o preacuerdo del PSC, ERC, Junts y los comunes para reformar la ley del catalán oficializado hace unos días es el primer gran acuerdo amplio -descontado el del apoyo de los de Jéssica Albiach a los presupuestos de la Generalitat del conseller Giró- que alcanzan los principales partidos del finiquitado procés con los de Salvador Illa. Porque la clave es esa: la presencia de los socialistas como pieza determinante, no como liebre para romper la política de bloques -papel que le ha correspondido a En Comú Podem-, sino como factor coagulante, revelador y fijador de la foto final del acuerdo. Tanto es así que el contenido del acuerdo, que supone por primera vez el pleno reconocimiento del castellano como lengua (también) de la escuela catalana, se ha acomodado de lleno al plácet del PSC y no al revés: ese es el precio práctico, y político, que pagan los independentistas de ERC y Junts, y el Govern de Pere Aragonès, claro está, por la imagen del restablecido consenso lingüístico.
El PSC de Illa ha vuelto como lo que siempre fue y por donde menos se esperaba: a caballo del elemento medular del catalanismo, la lengua, la joya de la corona sobre la que ha basculado el proyecto catalanista en sus diferentes versiones desde la Renaixença. El PSC de Marta Mata o Raimon Obiols, pero, no nos engañemos, sobre todo de José Montilla, el PSC que representó electoralmente el grueso de la población castellanoparlante del área metropolitana de Barcelona y los barrios de emigrantes de los años sesenta y setenta del siglo XX de las principales ciudades del país, ha sido la pieza al final imprescindible para reafirmar y renovar el consenso básico en torno a la pervivencia del catalán como vehículo de cohesión social e identitaria. Para entendernos, la idea era que la Catalunya un sol poble del PSUC y de Jordi Pujol se decía de muchas maneras, con muchos acentos, pero, al final, se hablaba en catalán. Las otras Catalunyas se decían y se dicen en castellano o en mandinga, pero, en principio, la apuesta por la Catalunya de todos tenía en el idioma propio del país -¿de dónde es idioma propio el catalán si no?- su punto de destino compartido. El PSC tuvo siempre la acción de oro en los pactos lingüísticos del pujolismo -singularmente, el modelo educativo basado en la inmersión en catalán en los primeros años de escolarización-, que, sin los socialistas ni eran transversales ni, al final, podían ser. Pero aquellos eran tiempos de despliegue del autogobierno de Catalunya y, en consecuencia, el consenso se trabajaba desde arriba a la media altura. Es decir, desde un horizonte de máximos, como el que planteaban la ERC de Barrera y luego de Colom y Carod-Rovira, a un término medio finalmente aceptable por y para todos. Los mínimos quedaban fueran del consenso y del cuadro, por eso hasta el PP acababa sumándose.
La idea era que la Catalunya un sol poble del PSUC y de Jordi Pujol se decía de muchas maneras, con muchos acentos, pero, al final, se hablaba en catalán
Ese paradigma ha cambiado. El nuevo acuerdo, ciertamente, ha sido inspirado por la exconsellera convergente Irene Rigau y, de lejos, por el también exconseller y republicano Josep Bargalló -teórico de la adaptación del nivel de catalán y castellano en la escuela al ecosistema sociolingüístico de cada centro educativo-. Ello permitiría hablar casi de un retorno o resurrección no solo del PSC sinó de la extinta Convergència e incluso de la ERC más sociovergente. Pero las cartas estaban marcadas. El pacto para la reforma de la ley de política lingüística que reconoce al castellano como lengua (también) de la escuela catalana se ha hecho a punta de pistola, en el tablero devastado por el finiquitado procés y el marco represivo sobre el que se está reconfigurando la política catalana tras el fracaso de la vía independentista institucional-popular del 2017. No desde la salida de la dictadura franquista y sus horizontes de esperanza.
El pacto para la reforma de la ley de política lingüística que reconoce al castellano se ha hecho a punta de pistola, en el tablero devastado por el finiquitado procés y el marco represivo sobre el que se está reconfigurando la política catalana
No estamos en 1998. El pacto de la lengua se ha hecho en un escenario de regresión en el uso social e imposición del castellano en la escuela -el 25% obligatorio- manu militari, con los tribunales como brazo armado y policía lingüística togada. Hemos vuelto a la preautonomía lingüística o a algo peor: a la reinstitucionalización del castellano en la escuela, y, por tanto, a la rebaja del techo escolar del catalán, que podría quedar en algunos centros a ras del suelo, mediante una ley... ¡del Parlament de Catalunya! El españolismo lingüicida más recalcitrante jamás lo hubiera soñado. Albert Rivera e Inés Arrimadas, que consiguieron teñir de naranja los feudos metropolitanos del PSC con la demagogia lingüística, han ganado la batalla después de muertos. También lo debe estar celebrando Alejo Vidal-Quadras, verdadero pionero parlamentario del acoso a la lengua y la escuela catalana. Falta por ver si el Estado, representado por el PSC, único partido en la taula de diàleg sobre la llengua que tiene ministros en el gobierno de España, acabará también validando el pacto o invalidará la reforma. Solo el Partido de Estado, es decir, el PSC, puede arreglarlo; pero, como se ha visto con la asunción de la orden del 25%, no está por la labor.
Por lo demás, la ERC de Aragonès i Junqueras ya ha conseguido el primer pacto amplio, con el PSC y los comunes y sin perder a Junts por el camino, de los que planteó como (verdadera) hoja de ruta de la legislatura. Ese tipo de acuerdos permiten a ERC aparecer en la centralidad -aunque, como se ve, es el PSC quien en realidad la ocupa-, como partido capaz de pactar con los de Illa y los de Puigdemont a la vez. Por eso el president no quiere que los juntaires se acaben descolgando y le desmonten el invento. Presionados por el señor Twitter y algún titular explosivo, los de Junts cayeron en la cuenta demasiado tarde de que sin ellos, todo el escenario de un consenso pensado para muchas cosas que poco o nada tienen que ver con la supervivencia del catalán se viene abajo estrepitosamente. Al volante, Salvador Illa.