Salvador Illa i Roca ya es president y Carles Puigdemont i Casamajó, que ya lo era, es también el nuevo jefe de la oposición, si bien, todavía tardará un tiempo en poder estrenar su escaño en el Parlament. IIla es el 133 president de la Generalitat en la serie que empieza con el obispo de Girona Berenguer de Cruïlles (1359-1362) y de la cual forma parte también Carles Puigdemont como número 130. Illa es un president tan legítimo como Puigdemont en el plano histórico y en el democrático: ambos han sido validados por las urnas, donde se les eligió como diputados, e investidos por el Parlament. Pero sucede que Puigdemont solo puede ejercer parcialmente, a distancia, sus derechos políticos, porque la misma ley que los garantiza al nuevo inquilino de Palau y jefe del Consell Executiu, a él se los niega. Lo cual quiere decir, por extensión, que tampoco los ciudadanos y ciudadanas que votaron a Puigdemont, a pesar de ser un candidato perfectamente legal, disfrutan a la práctica de los mismos derechos que los que votaron a Illa o a todo el resto de líderes de los partidos con representación en la cámara catalana: el jefe de la lista de Junts no puede estar en el Parlament e intervenir en sus decisiones, por más democráticas que fueran formalmente las elecciones del 12 de mayo pasado. De hecho, en el 2018 se le impidió ser investido por ello, por no poder estar presente, al negársele la elección telemática.
Es la expresión y la persistencia de una anomalía, de una asimetría democrática en el plano de la igualdad de derechos, que explica en buena parte los hechos del jueves pasado, día de la investidura de Illa y del retorno de Puigdemont a Catalunya después de casi siete años de exilio. El mismo cuerpo de los Mossos d'Esquadra, a una compañía de honor de los cuales, como es costumbre, pasó revista al flamante president recién investido, impidió al diputado Puigdemont acceder a la cámara catalana, a pesar de cumplir su promesa de estar en Catalunya con el fin de asistir a la solemne sesión de investidura. ¿Retórica indepe? ¿Desistimiento tramposo? ¿Tacticismo de vuelo gallináceo? ¿Falta de respeto a las instituciones? No, hechos objetivos. Si hubiera intentado ejercer sus derechos plenamente, sentado en su escaño como los otros 134 parlamentarios, Puigdemont, que finalmente no votó, habría sido detenido por la policía catalana en cumplimiento de las órdenes de la Brunete judicial, es decir, de los jueces del Tribunal Supremo rebelados contra las Cortes del Reino que aprobaron la ley de amnistía que se niegan a aplicar o, como es palmario en el caso del líder de Junts, aplican de manera selectiva. La presencia de Puigdemont, y su marcha, de nuevo camino del exilio, lo subraya: en el estado español no se respeta todavía el derecho político de todo el mundo por igual, diputados electos incluidos.
Es muy fácil hablar del show de Puigdemont, antes un presunto golpista ahora caricaturizado o memizado como un prestidigitador, mago o Houdini nostrat, pero los responsables de los Mossos d'Esquadra, que activaron un dispositivo propio de la caza de un Bin Laden —con 600 agentes desplegados por todo el territorio y drones y helicópteros incluidos— contra un diputado y expresident de Catalunya, los que protagonizaron la charlotada más penosa de la jornada, sin ser capaces de conseguir su "objetivo" declarado: detenerlo. Puigdemont, que estaba en Catalunya desde el martes, se evaporó ante las narices de los agentes de la policía catalana, a plena luz del día, y de todos los focos y dispositivos mediáticos que seguían sus pasos al milímetro después de su breve y enérgica intervención ante unos miles de seguidores en el emblemático Arc de Triomf. Los hay que todavía se pellizcan para comprobar si aquello fue verdad o un nuevo capítulo de Procés, esa serie tan real como la vida misma que los catalanes todavía protagonizan y recomienzan y recomenzarán tantas veces como haga falta: son muchos los capítulos todavía por escribir y el retorno de Puigdemont es un punto y seguido y el anuncio de una nueva temporada.
El 'show' de Puigdemont ha hecho temblar al juez Llarena, la cúpula de los Mossos y el bloque de investidura, con papel determinante de ERC, que ha hecho a Illa president
Pero se puede continuar con la broma, el cachondeo y la rasgada de vestiduras en el último acto de un Govern, el de Pere Aragonès, que una vez más, se muestra tan bienintencionado en los propósitos —no hacer daño a nadie durante el día D— como chapucero en su ejecutoria cuando carga contra Puigdemont ¡el fracaso de no haberlo detenido! ¿De qué ha servido el "visto y no visto" de Puigdemont? De entrada, para anunciar que la próxima vez que el president en el exilio vuelva a Catalunya, probablemente será para quedarse, y para quedarse en la política, no para irse a casa. Este es el cuadro que dibuja el "fugaz" retorno del líder de Junts. Un cuadro que, sin duda, cuestiona la agenda normalizadora de Illa y tensiona más una ERC abierta en canal por el sí a la investidura del líder del PSC, a quien el independentismo civil no perdona su apoyo declarado al 155, y las incógnitas sobre el relevo de sus liderazgos en el congreso del 30 de noviembre con Oriol Junqueras como principal y, por ahora, único aspirante. Cuidado con que el "payaso" Puigdemont no sea aquel Joker magistralmente interpretado por Joaquin Phoenix que quemó el tablero y quien lo guardaba.
La ridiculización del retorno del president en el exilio es directamente proporcional a sus efectos políticamente demoledores, aunque de digestión lenta. El show de Puigdemont ha puesto a temblar al juez Llarena, la cúpula de los Mossos y el bloque de investidura, con papel determinante de ERC, que ha hecho a Illa president. Al final, el único voto radicalmente contrario al líder socialista ha sido el de Puigdemont, que prefirió no delegarlo, y no emitirlo, para subrayar de nuevo el veto judicial y policial a su presencia en el Parlament. El no-voto a Illa en el no-retorno de Puigdemont se puede convertir en el nuevo pal de paller de un independentismo desmovilizado y cabreado por lo que considera una traición de sus líderes. Y es posible que la no detención de Puigdemont haya aliviado a Pedro Sánchez y al mismo Salvador Illa, corredor de fondo y observador paciente de la escena, pero también ha dibujado un punto de encuentro para un independentismo faltado de victorias y seguramente huérfano de coherencias.
El no-voto a Illa en el no-retorno de Puigdemont se puede convertir en el nuevo 'pal de paller' de un independentismo desmovilizado y cabreado por lo que considera una traición de sus líderes
El jueves, poco después de perderse entre un grupo de seguidores que habían escuchado su breve intervención en Arc de Triomf, alguien muy próximo al líder de Junts comentó: "Quien crea que en Carles se dejará detener, no conoce a Puigdemont". Pasaron las horas y se confirmó el pronóstico. El político de Amer juega a menudo sus cartas al borde del precipicio, o de las nubes, como el caminante del famoso cuadro de Caspar David Friedrich, pero no es un suicida. De lo contrario, hace años que habría desaparecido, engullido por el abismo. Entre los que le pedían que no volviera a Catalunya en estos momentos, por el riesgo evidente de ser detenido, y su determinación de hacerlo para poner fin al exilio, Puigdemont ha cogido el camino del medio, y, de nuevo, ha explotado a fondo las posibilidades de marcar el terreno de juego. A un lado, Puigdemont como aspirante a forjar una nueva mayoría independentista, y en el otro, el president Salvador Illa rodeado de todos los que, básicamente, se afanan para que Puigdemont no vuelva. Pero Puigdemont siempre vuelve.