Fue en la boda de unos amigos, de unos muy buenos amigos, a punto de empezar el baile en el restaurante donde se celebraba el convite. Un grupo de gente más bien mayor, algunos abuelos y abuelas, conversaban en un rincón. Algunos ya se despedían, seguramente cansados del jaleo, contentos. "Esta gente tiene derecho a existir, a ser respetados, a encontrar su lugar en la Historia", me dije. Esta gente eran, para mí, "catalanes de los de antes". O si queréis, la imagen que me había hecho de lo que eran o debieron ser los "catalanes de los de antes, catalanes viejos". Puede parecer un pensamiento extraño, sin sentido, pero es lo que sentí y pensé durante unos segundos ante la visión nada antropológica de un grupo de personas que yo identifiqué con lo que, en mi casa, de pequeño, la casa de unos obreros inmigrados de Extremadura a Catalunya en los años sesenta del siglo XX, mis abuelos llamaban "los catalanes".
"Los catalanes" —mi abuela materna decía "la catalana", refiriéndose a la vecina—, eran personas que también vivían en el barrio de Rocafonda, en Mataró, un barrio de inmigrantes entonces y ahora, en los años setenta. "El catalán" era el padre de la única familia catalanohablante que vivía en el bloque de pisos donde residían mis abuelos paternos, en el mismo barrio. Yo flipaba, como se dice ahora, cada vez que las hijas de la vecina, "la catalana", me invitaban a las fiestas de cumpleaños en su piso, pared con pared con el nuestro. Ponían discos en catalán, de autores de la Nova Cançó, de la Trinca... supongo. La curiosidad se imponía a la vergüenza o timidez porque la mayoría de los niños y niñas invitados hablaban en catalán y yo no. Aunque en mi calle había "un colegio del gobierno", es decir, público, mis padres me enviaron a los escolapios de Santa Anna, en el centro de la ciudad, porque allí, pasando del régimen, había curas y "senyoretes" que daban las clases en catalán.
He pensado, en "los catalanes", en esos "catalanes de los de antes", gente sencilla, trabajadora, honesta, perdedora —tan reales como idealizados, ¡claro!; — y he pensado en mí mismo y nuestra familia, en los tiempos más remotos de la infancia en un barrio de "gent de fora", como tantos otros barrios, ahora que hace 50 años de la fundación de la Assemblea de Catalunya. Sucedió entonces. Aquella fue la primera gran iniciativa política y democrática articulada de manera muy unitaria por los principales —y muy modestos— actores de la oposición clandestina catalanista y de izquierdas, de Unió Democràtica al PSAN, pasando por los comunistas del PSUC del Guti y CCOO, los socialistas de Joan Reventós y los católicos de Jordi Pujol... Veo las imágenes que se conservan, pocas, y vuelvo a pensar en "els catalans d'abans" —en "los catalanes" de mis abuelos—. Y vuelvo a decirme que "Esta gente tiene derecho a existir, a ser respetados, a encontrar su lugar en la Historia". Ellos y los que han venido después y seguirán llegando.
La pregunta es: ¿hay un futuro ahora? ¿Está garantizado el derecho a existir, a ser respetados, a encontrar su lugar en la Historia, de los catalanes de ahora?
Cuando se constituyó la Assemblea de Catalunya la policía franquista asesinaba obreros en huelga, como el trabajador de la Seat Antonio Ruiz Villalba, por quien se hicieron 5 minutos de silencio en la primera reunión del movimiento, celebrada en la iglesia de Sant Agustí de Barcelona. En la iglesia de mi cole, también se hacían reuniones políticas y sindicales clandestinas. Mi padre siempre decía que allí había visto a algunos de los políticos que fueron después líderes de la transición.
Los años setenta, todavía en blanco y negro, a pesar del miedo a la dictadura asesina, eran tiempos de esperanza en el cambio, momentos en que la palabra "futuro" era una promesa de vida mejor para gente muy diversa. La pregunta es: ¿hay un futuro ahora? ¿Está garantizado el derecho a existir, a ser respetados, a encontrar su lugar en la Historia, de los catalanes de ahora? El punto cuarto del manifiesto de la Assemblea de Catalunya reivindicaba un Estatut "como vía para llegar al pleno ejercicio del derecho de autodeterminación". Es decir, los impulsores de la Assemblea, católicos de derechas, comunistas, socialistas, tenían claro que el futuro de Catalunya no podía quedar cerrado a cal y canto por un Estatut d'Autonomia por importante que fuera —y fue—.
50 años después de la Assemblea, el drama es que mucha izquierda oficial y mucho independentismo han decidido parar el reloj de la historia, si no ponerse de culo, justo cuando más gente ha dado el paso
¿Dónde estamos ahora? El drama es cuántos de los herederos de aquella izquierda —mayoritaria en la Assemblea de Catalunya— defienden hoy "el derecho de los catalanes a existir, a ser respetados, a encontrar su lugar en la Historia"; de todos los catalanes: los de antes, los de ahora, y los que vengan. El drama es cuántos de los herederos de aquella minoría independentista de la Assemblea de Catalunya, hoy mayoritarios en el Parlament y el Govern, están dispuestos de verdad a culminar la promesa del otoño del 2017, con todas sus luces y sombras. 50 años después de la Assemblea, el drama es que mucha izquierda oficial y mucho independentismo han decidido parar el reloj de la historia, si no ponerse de culo, justo cuando más gente había dado el paso. El drama es —todo un síntoma— que el catalán retrocede no solo entre los escolares sino entre los docentes, o sea, no solo en el patio de la escuela, sino también en el aula, porque ha dejado de ser percibido por amplios segmentos de la población como una lengua necesaria, útil, de prestigio. Por el mismo camino, Catalunya también puede acabar convirtiéndose en una idea sobrante.
El punto cuarto de la Asamblea de Catalunya, un Estatut de autonomía como vía para llegar al pleno ejercicio del derecho de autodeterminación, sigue siendo un excelente anclaje en el pasado para no perder el tren del futuro. De un futuro que en esta hora se dibuja más como un inmenso conjunto vacío que un horizonte de esperanza para el país. Solo hace falta que los que se tienen que poner se pongan a ello. Hace 50 años, una parte de aquellos catalanes de antes, con el injerto de otra parte de la nueva gente que llegaba a los barrios y a las fábricas del país, lo probaron. Y lo más importante, sigue pendiente.