Después de una década de procés independentista, la dependencia va llenando el vaso poco a poco, y ahora ya sabemos que las investiduras de los presidentes de la Generalitat tendrán que pasar por Madrid lo quieras o no lo quieras. Como el socialista Salvador Illa tiene cero margen para convencer a la dirección provisional-dimisionaria de ERC —y/o su militancia— de las bondades de un nuevo tripartito, más allá de los cargos del gobierno y el sottogoverno, no ha tenido más remedio que pedir a Pedro Sánchez que se mueva con la financiación porque su investidura, planteada desde la noche del 12-M como un paseo militar, hoy por hoy cuelga de un hilo. Y así, mientras el sábado el consell nacional de ERC condicionaba a la financiación singular un eventual sí a Illa, al día siguiente, Sánchez, hacía saber a través de La Vanguardia que todo se puede estudiar. Y que, en todo caso, y eso es lo que le importa al inquilino de la Moncloa, el futuro de Catalunya, y en buena parte España, tiene que pasar por la relación entre el PSC y ERC. De Junts no dice nada aunque de los 7 votos de los juntaires en Madrid depende tanto la continuidad del gobierno de Sánchez como el triunfo de una moción de censura de Alberto Núñez Feijóo.

Pero vayamos por partes. Tiene toda la lógica que Sánchez, y en un escenario en que muy difícilmente volverán las mayorías absolutas a Catalunya y España, busque garantizarse las alianzas para continuar en el poder, de entrada en la Moncloa, y si es posible en la Generalitat, pues mejor que mejor. Por eso, el presidente español está dispuesto a corresponder a ERC con una financiación singular —asegura— y cederle todo el protagonismo en la reivindicación del eventual acuerdo, con el objetivo de que los republicanos hagan presidente a Salvador Illa. Así, de la misma manera que Sánchez —y Illa— se comieron una amnistía que no querían a fin de que Junts invistiera presidente del Gobierno al líder del PSOE, figura que ahora Sánchez pasará por encima de García-Page y las autonomías del PP para que Catalunya resuelva su problema de financiación (el resto, como es sabido, lo tienen más que resuelto, en buena parte, gracias a Catalunya).

Pero que, incluso en la brutal lógica kamikaze de Sánchez una cosa y la otra, la amnistía y una financiación propia —"singular"— para Catalunya están en ondas diferentes lo demuestra el hecho de que incluso el progresista Baldoví, de Compromís, haya advertido que no admitirá una financiación para el País Valencià inferior a la de Catalunya. Valga recordar que de las 15 autonomías del régimen común —todas, excepto Euskadi y Navarra—, el PSOE ahora mismo solo preside dos: Castilla-La Mancha y Asturias. Así que a no ser que a Sánchez le importen un rábano las opciones de su partido de volver a gobernar Andalucía, Extremadura o el País Valencià —que todo podría ser—, es decir, las autonomías que históricamente se han puesto en guardia contra toda mejora de la financiación catalana, convendría tomarse con mucha calma los anuncios del líder del PSOE o sus ministros sobre una materia tan inflamable.

Es una alianza de hierro entre el independentismo, Junts y ERC, de cuyos 14 votos en Madrid depende Sánchez, lo que podría forzar un cambio de rasante sobre la financiación y muchas otras cosas, no un nuevo tripartito sometido a las necesidades estratégicas de la Moncloa

Si hace unas semanas se reprochaba a Junts que especulara con una abstención del PSC para que Carles Puigdemont pueda ser investido en correspondencia con el decisivo sí de los juntaires a Sánchez en Madrid, ahora nadie parece extrañarse de que ERC ponga en manos de Sánchez la clave de la investidura fiando su (eventual) voto a Illa a un compromiso sobre la financiación tan necesario como de dudoso cumplimiento. La experiencia reciente nos dice —amnistía— que es con la fuerza combinada del independentismo en una situación aritmética de debilidad del PSOE (o del PP) que se pueden obtener ganancias. A la inversa, con un independentismo debilitado y dividido, no funciona: no se puede hacer palanca con un churro. El modelo de una ERC socia minoritaria del gobierno socialista en Catalunya y en España y con Convergència liderando la oposición llevó al batacazo del Estatut, en buena parte, por la lucha partidaria —legítima pero esterilizadora— entre las dos grandes fuerzas soberanistas.

Es una alianza de hierro entre el independentismo, Junts y ERC, los 14 votos en Madrid de los cuales depende Sánchez, lo que podría forzar un cambio de rasante sobre la financiación y muchas otras cosas, no un nuevo tripartito sometido a las necesidades estratégicas de la Moncloa. Ahora que Sánchez ha aceptado entrar en la ecuación de la investidura de Illa por la puerta de la financiación es cuando el independentismo tendría que ir más a la una.

Históricamente, ERC ha recelado, y con razón, de convertirse en un satélite de Convergència —ahora, el espacio de Junts—. Pero en realidad, el riesgo real al que tendrá que hacer frente en los próximos tiempos es el de devenir una fuerza subalterna del PSOE y del PSC. Algo me dice que ERC no pudo rentabilizar los indultos o la reforma de la sedición en la negociación con el PSOE porque nunca usó el no como herramienta de negociación. El apoyo de los republicanos al juntaire y convergente pata negra Josep Rull como presidente del Parlament no les obliga a nada, ciertamente, como tampoco a la CUP, pero ha sido suficiente para encender de nuevo todas las alarmas en los centros de poder real a pesar de la falta de mayoría del independentismo en la Cámara catalana. Ahora que los Comuns-Sumar pierden comba y enfilan el camino de la irrelevancia, Sánchez necesita a otro socio manejable, de mediano tamaño y fuera de la presidencia de la Generalitat, para apuntalar sus opciones en España y Catalunya. Y ha decidido que sea ERC en un momento en que ERC necesita creer en algo.