Tiempo de paradojas. El catalán, lengua de 10 millones de personas, se normaliza en el Congreso de los Diputados del Reino de España —junto con el vasco y el gallego— 45 años después de aprobada la Constitución y enfila el reconocimiento como idioma oficial de la UE, en plena presidencia española, justamente cuando atraviesa uno de sus momentos más bajos, de más retroceso en el uso social, institucional y mediático de su historia reciente. Mientras tanto, el ayuntamiento de Valencia, gobernado por el PP y Vox, prosigue su esperpéntica cruzada descatalanizadora reintroduciendo el topónimo "Valencia", en castellano, como nombre oficial de la ciudad, y desfigurando la forma catalana y valenciana, única y oficial hasta ahora, "València", con un acento cerrado impuesto por los ultras y aceptado por el PP. El mismo PP, que, en un ataque de lucidez, reclama a sus también socios en las Baleares que hagan marcha atrás en la creación de una "oficina de libertad lingüística" que lo que pretende es imponer al castellano como lengua de la administración en contra del Estatut balear, la Constitución y lo que haga falta. La paradoja es que es la derecha españolista más patriotera, encarnada en la coalición PP-Vox, quien hoy más divide España con su secesionismo lingüístico delirante.
Sin embargo, todo tiene (al menos) una explicación. El catalán continuaría proscrito en el Congreso de los Diputados si el socialista Pedro Sánchez no necesitara los votos de los independentistas de Junts per Catalunya para ser investido —la aritmética es tozuda. De la misma manera que el PP no habría comprado —y, de hecho, se está empezando a quemar los dedos— el siniestro programa lingüicida de Vox contra el catalán en el País Valencià y las Illes si no necesitara a los de Abascal para gobernar. De una manera o de otra, y casi siempre más para mal que para bien, la lengua —y las lenguas— son mercancía a subasta en la lonja de la política española desde la transición. El mismo José María Aznar confesó en una entrevista mítica en TV3 que hablaba catalán en la intimidad cuando necesitó los votos de Jordi Pujol —el mismo a quien los hooligans del PP gritaban aquello de "Pujol, enano, habla castellano"— para ser investido presidente del Gobierno. La inseguridad histórica de España como proyecto nacional lleva a sus élites y dirigentes a cuestionar todo su ser casi cada vez que tiene que iniciar un nuevo ciclo político o simplemente investir a un nuevo presidente de gobierno. Ahora bien: contrariamente a lo que se dice, la historia, si es que vuelve una y otra vez, nunca repite falda o corbata. En 1996, el apoyo de CiU al PP no supuso el reconocimiento del catalán en las Cortes —ni en la UE— pero permitió que los Mossos sustituyeran a la Guardia Civil en las carreteras y ampliar la financiación autonómica, con la cesión del 30% del IRPF, además de la supresión de la mili, el hasta entonces servicio militar obligatorio. Ahora que es Sánchez quien se juega la pellica, o sea, la Moncloa, no con Pujol, sino con Puigdemont, podría haber la tentación que la innegable victoria político-simbólica alcanzada por el catalanismo con la normalización del catalán en el Congreso y la posible oficialización en la UE sirvieran de coartada para diferir el resto de cuestiones sobre la mesa: la amnistía, la mediación y la aceptación que el único límite del diálogo tienen que ser las convenciones internacionales.
El paréntesis Feijóo se cerrará porque ni Sánchez ni Puigdemont quieren elecciones aunque la tentación es fuerte para los dos: el uno para superar al PP y no depender de Junts y el otro para revalidar la acción de oro en Madrid y dejar atrás a ERC
He ahí la paradoja mayor de todas. Si en el 77, la estabilización de Catalunya, la zona más económica y políticamente sensible del Estado, requirió la Operación Tarradellas, ahora requiere una especie de Operación Puigdemont. Pero si entonces hubo suficiente con un Estatut, el futuro político de España depende ahora de un líder, Puigdemont, que, a diferencia de Tarradellas, no quiere un Estatut sino la independencia y que, cuando menos en estos momentos, puede poner y quitar presidentes del Gobierno. En estas coordenadas, ¿hasta dónde llegará Pedro Sánchez? Esta semana, que se abrirá con los debates de investidura en Madrid y de política general en el Parlament de Catalunya y desembocará en el aniversario del 1-O, cerrará el paréntesis Feijóo si no hay tamayazos de última hora. El candidato del PP tiene a un Aznar que, visto lo visto este domingo en Madrid en el acto contra la amnistía, podría incluso sucederlo si se repitieran elecciones. Feijóo no tiene un Majestic ni un Pujol que lo espere en el passeig de Gràcia con un cesto autonómico bajo el brazo sino un Puigdemont en Waterloo que propone un "compromiso histórico" con derecho a marcharse de España. Pero el paréntesis Feijóo también se cerrará porque ni Sánchez ni Puigdemont quieren elecciones aunque la tentación pueda ser fuerte para los dos: el uno para superar el PP y no depender de Junts y el otro para revalidar la súbita acción de oro en Madrid, la posición clave y decisiva en las Cortes españolas, y dejar atrás a ERC.
Las próximas semanas veremos si la voluntad de poder del presidente español es mera desmesura o hybris tacticista para conservar la silla o una palanca para diseñar un nuevo marco de relación Catalunya-España. En cierta manera, Sánchez tendrá que decidir si quiere seguir siendo un suicida que gana todas las partidas al borde del abismo o una especie de nuevo Adolfo Suárez, dispuesto a perder el poder para ganar la historia. En función de los pasos de Sánchez, también Puigdemont tendrá que decidir si acepta la tregua de diez años que —dicen— necesitan Catalunya y España y le está ofreciendo la Moncloa, e implora el stablishment barcelonés, o bien vuelve a jugárselo todo, como el 2017, a una sola carta.