Hace ocho días decíamos aquí ("Ahora nos salvará Fu Manchú") que, paradójicamente, las baqueteadas democracias liberales europeas tendrán que mirar a Pekín antes de que el tsunami Trump las desguace. Seis días después que el presidente de los EE.UU. decidiera prender fuego al mundo global desde su propia lógica globalista, es decir, propiciando un cierre global de fronteras comerciales como respuesta a su diktat arancelario, el régimen de Xi Jinping se ha convertido en el baluarte más sólido contra la locura trumpista. Al día siguiente de la declaración de guerra de Trump, China respondió imponiendo un 34% de gravamen arancelario a las importaciones estadounidenses, exactamente la misma cifra decretada por Trump para las exportaciones chinas a los EE.UU. La determinación de Xi demuestra que hace mucho tiempo que Washington dejó de tener la acción de oro del orden mundial, en buena parte, gracias a la globalización. El derrumbe de la URSS no dejó un mundo con el amigo americano como administrador único, sino que impulsó la emergencia de China como nueva potencia, un actor no occidental por primera vez en 500 años como aspirante a la hegemonía global. Por eso mismo, son las clases medias empobrecidas y asustadas por la competencia global de la industria y el comercio, y los obreros desahuciados del Cinturón del Óxido o Rust Belt los que votan a Trump o, en la vieja Europa, apuestan por el populismo de ultraderecha.

El politólogo Francis Fukuyama se hizo famoso después de la caída del Muro de Berlín por su tesis del fin de la Historia, según la cual, la implosión del mundo comunista comportaba el triunfo de la democracia liberal como punto y final del largo camino de la Humanidad en pos de la libertad y el progreso. Fukuyama se equivocó porque identificó capitalismo (libertad económica) con democracia (libertad política). 40 años después, la historia ha seguido escribiendo capítulos y China sigue siendo una dictadura de partido único (comunista) a la vez que una economía ultracapitalista que ha inundado el mundo con sus mercancías. Rusia, formalmente una democracia, ejerce aún como un imperio autoritario que envenena opositores internos e invade países que considera parte de su espacio de dominio por derecho divino (Ucrania). Por lo que respecta a los EE.UU., "el país de los hombres libres", el modelo de democracia liberal indestructible por antonomasia, parece haber entregado su futuro a un malo de película de superhéroes que promovió un vergonzoso ataque al Capitolio para dejar claro que primero va él y después la democracia y ahora amenaza al mundo con una recesión generalizada porque ha decidido imponer la autarquía comercial en el planeta con la coartada de la ciertamente desastrosa balanza comercial estadounidense. En cifras, 122,7 mil millones de dólares en febrero del 2025, muy cerca todavía del máximo histórico de 130,7 mil millones de enero. Con China, el déficit comercial de los EE.UU. es de 295.402 millones a favor del país asiático en el 2024.

El mercado libre es pues condición necesaria pero no suficiente para la democracia. El capitalismo tiene su propia lógica y se acomoda perfectamente a todos los sistemas de poder. El capitalismo da forma a una determinada racionalidad, un régimen de verdad que la globalización ha esparcido por todo el planeta. Ya hace muchos años que Margaret Thatcher proclamó aquello de que "no hay alternativa" al capitalismo. O lo que es lo mismo, "es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capitalismo", como constató el teórico marxista estadounidense Fredric Jameson. Otro pensador, el británico Mark Fisher habla del "realismo capitalista" como "la sensación generalizada que no solo el capitalismo es el único sistema político y económico viable, sino también que ahora es imposible incluso imaginar una alternativa coherente". Así que el capitalismo sobrevivirá a la guerra de los aranceles desatada por un Trump que ahora ha decidido levantar muros a la globalización comercial como hace décadas que se levantan contra la globalización de las migraciones. El inquilino de la Casa Blanca hace trampa cuando pone el mundo en estado de shock porque sabe que el capitalismo no tiene alternativa. Incluso si lleva al mundo a la recesión, sabe que la salida solo tendrá que ser con más capitalismo, como ya sucedió con la crisis financiera del 2008. Eso le otorga más capacidad de presión, y los daños serán proporcionales al uso que haga de este poder, pero, a la vez, limita el alcance real de su movimiento: puede aspirar a cambiar las reglas de la competición pero no la competición. Por eso está dispuesto a negociar.

La ultraderecha española y catalana aparece ahora como el tonto útil de Trump. Pero alerta, porque cuando la crisis apriete, siempre habrá un Mohammed, un inmigrante, al que echarle la culpa

Mientras tanto, sin embargo, el estado de alarma por la amenaza arancelaria ha derivado en miedo a una crisis global que solo ha hecho que empezar. En este escenario de incertidumbre máxima,  el magnate de la gorra roja ha dejado con el culo al aire a la internacional ultra, especialmente en Europa (Meloni, que es lista, quiere plantarle cara) y en Argentina (Milei también tendrá que probar el jarabe de Trump). En España, el PP del atribulado Alberto Núñez Feijóo ha visto una ventana de oportunidad ante la confusión imperante en Vox por las medidas del poderoso padrino estadounidense de Santiago Abascal. Los grandes productores y exportadores de aceite o vino de las Españas que tendrán que pagar un 20% en la aduana estadounidense son ahora un problema para la pujante ultraderecha: ahora sí, Abascal queda como el tonto útil español de Trump. De la misma manera, los ideólogos de Aliança Catalana que felicitaron a Trump por su regreso endrán que afinar mucho el argumentario para convencer a los exportadores de cava o, en general, a las más de 3.000 empresas catalanas afectadas por los aranceles de Trump de que todo saldrá bien. En Catalunya también tenemos tontos útiles de Trump. Los partidos centrales, por descontado Junts, principal afectado por el crecimiento de AC, pero también ERC y el PSC, alineados contra Trump, pueden mejorar sus expectativas, que no son solo las de Pedro Sánchez sino las de la Europa seria. Pero atención. Las ultraderechas populistas mantienen intacto su poder de convencimiento y movilización electoral. El relato que las alimenta define nítidamente quién es el auténtico culpable de lo que nos pasa: el inmigrante, el moro. El miedo ambiental a la inflación y la crisis económica favorece la cacería de chivos expiatorios. Y si, después del 11-M Aznar dijo aquello que los que idearon el brutal atentado yihadista no estaban "ni en montañas lejanas ni en desiertos remotos", pronto oiremos a Orriols y compañía señalar a los que hablan árabe y cumplen el el Ramadán como el lastre que nos impedirá superar los efectos del Gran Trumpazo. La ultraderecha española y catalana aparece ahora como el tonto útil de Trump. Pero cuidado porque cuando la crisis apriete, siempre habrá un Mohammed, un inmigrante, que tendrá la culpa del retroceso de los salarios, del incremento —que se mantendrá— del precio de la vivienda, y del overbooking del acceso a prestaciones sociales que más pronto mque tarde tendrán que ser recortadas. Los tontos útiles de Trump, como él, siempre tienen coartada.