Tiene mucha gracia que Salvador Illa, que es un político serio, busque en el ejemplo del frente de izquierdas francés contra el lepenismo un inicio de relato para justificar un tripartit III en Catalunya, de izquierdas, que nadie quiere, posiblemente empezando por él mismo. Si Illa pudiera, cogería con gusto el voto de investidura de ERC a cambio de no repetir elecciones —el concierto económico lo dejamos para otro siglo— y, como mucho, contentaría a los comunes con un par de conselleries de agitación y propaganda wokista y procedería a pactar con Junts las cosas con las que no se juega, las de comer: presupuestos, Hard Rock, ampliación de El Prat y lo que haga falta. Es por esos raíles que transitaría la nueva etapa de la política catalana que quiere liderar el presidenciable del PSC. Incluso, los comunes están dispuestos a mirar hacia otro lado cuando los patos de La Ricarda sean sacrificados en el altar del progreso, es decir, de unas jugosas conselleries y direcciones generales para pasar la pena. Al fin y al cabo, la izquierda de verdad, la más auténtica de todas, la soviética, sobresalió en la destrucción de los ecosistemas naturales durante 80 años, o al menos fue tan efectiva como su contraparte capitalista. Todo esto, Illa, que es un político serio, lo sabe bien. Y si Illa pudiera —no tengan ninguna duda— haría como su correligionario y alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, que, una vez investido por obra y gracia del PP, no de ninguna mayoría progresista, ya ha entrado de lleno en el segundo año de mandato con un gobierno en solitario y el único apoyo de 10 de los 41 concejales del pleno. Si pudiera, Illa, quien, además, fue el ganador de las elecciones, a diferencia del alcalde barcelonés, gobernaría en solitario como Collboni, ahora pactando con Junts, ahora con el PP —como, de hecho, ya ha insinuado a pesar de hacer votos por el tripartito de izquierdas— y qui dia passa, legislatura empeny.
Pero no depende solo de Illa. Luego, ¿vamos a nuevas elecciones o habrá investidura? Es la pregunta del millón y del verano. Y el autocine y sus sombras en que se ha convertido el patio político catalán postelectoral puede deparar grandes sorpresas de aquí hasta finales de mes, cuando parece ser que expira el no plazo explicitado por Marta Rovira, la líder provisional —y ya veremos si final— de ERC, a los socialistas y a Junts, pero, especialmente, a los primeros, para llegar a un preacuerdo de investidura. No hace falta ser un fino analista para vaticinar que este preacuerdo está muerto si tiene que depender de avanzar hacia el referéndum —lo cual ya se descarta, de entrada— y, especialmente, hacia el concierto económico, terminología que, por cierto, ha sustituido en el discurso de ERC a la más confusa de la financiación singular propuesta en su día por el gobierno Aragonès y, muchos años antes, por la entonces lideresa del PP catalán, Alicia Sánchez-Camacho. Lisa y llanamente: si ERC condiciona un sí a Illa al concierto económico, lo tomas o lo dejas, las elecciones estarán más cerca, porque Pedro Sánchez ya ha hecho saber que esta piscina no tiene agua aunque las últimas lluvias han permitido aflojar las restricciones.
Concierto económico significa llave de la caja: recaudación y gestión —la copulativa es esencial— del 100% de los impuestos y pago al Estado de una cuota por los servicios que presta directamente en el territorio, en este caso, el catalán. Todo lo demás no es concierto económico y, lo que es más importante, no resuelve el problema del sangrante déficit o desnivel fiscal catalán, la diferencia entre lo que se aporta vía recaudación fiscal y lo que se recibe vía inversiones. Podemos llamarlo financiación singular, que, como la propuesta de pacto fiscal que hizo Artur Mas en el 2012, incluye una contribución —más que amplia— a un fondo de "solidaridad" o bien, despliegue del consorcio tributario con el Estado, que duerme el sueño de los justos desde la aprobación en 2006 del Estatut cepillado por el TC y que posiblemente Illa propondrá como "solución" a largo plazo. Pero en ningún caso nada de todo esto será el equivalente a un concierto económico, del cual Pedro Sánchez no quiere ni oír hablar.
El espejo roto francés podría servir de acicate para poner de acuerdo las tres fuerzas centrales de la política catalana, el PSC, Junts y ERC en un gran tripartito de país
Si de lo que se trata, en cambio, es de evitar la repetición electoral sea como sea, ERC, siempre que su dirección, muy debilitada después de cuatro debacles electorales sucesivas, se imponga en la consulta de las bases, podría investir a Illa a cambio de un acuerdo de mínimos a desarrollar durante la legislatura y, posiblemente, pasar a la oposición. Al menos, hasta reponerse orgánicamente después del complejo congreso de transición convocado y reglamentado para el 30 de noviembre. Pero el incierto desenlace del verano catalán no solo se escribe en Barcelona. También en Madrid y en París. Los resultados electorales en Francia, con el auge del lepenismo 3.0 encarnado por el joven Jordan Bardella, pueden actuar como espejo legitimador del populismo xenófobo aquí, ya sea el de barretina o el de rojigualda. Y justificar un voto de ERC a favor de la estabilidad que alejaría la repetición de unos comicios que no desbloquearían nada y en los que, hoy por hoy, se da por hecho que Aliança Catalana crecerá y Vox se volverá a consolidar.
Lo que pasa en Francia, y, en general, en Europa —incluido el Reino Unido, que también celebra elecciones el 4 de julio próximo— puede influir tanto en la evolución del inédito verano político catalán como los cálculos siempre imprevisibles de un Pedro Sánchez que parece muy seguro de poder continuar la legislatura sin adelantar elecciones como hizo Aragonès. Otrosí, el espejo roto francés podría servir de acicate para poner de acuerdo a las tres fuerzas centrales de la política catalana, el PSC, Junts y ERC, en un gran tripartito de país. Una presidencia compartida entre los dos primeros y una vicepresidencia política o conselleria primera para los republicanos a lo largo de todo el mandato podría ser una fórmula a explorar, proporcional al mandato de las urnas del 12 de mayo.
¿Que para qué? Catalunya necesita una tregua de cuatro años para muscularse y recoserse internamente y redefinir las reglas del juego político, económico, social y cultural. El país se tiene que recapitalizar como proyecto de futuro, en todos los ámbitos. Catalunya tiene que demostrar (de nuevo) que vale la pena o se hundirá. La mitad de los problemas de convivencia con la nueva inmigración, de retroceso del uso del catalán y de descrédito de la catalanidad, en parte impuestos por el Estado como factura por el "desafío" del procés, se podrían encauzar con un gran pacto de país y una tregua de cuatro años que implicara a las dos grandes familias del independentismo, Junts y ERC, y el partido mayoritario de la vieja inmigración española y sus descendientes, el PSC, ganador de las últimas elecciones. Las tres formaciones sumarían 97 de los 135 diputados del Parlament, una mayoría operativa formidable que podría gobernar de forma efectiva y resolutiva y movilizar a amplios sectores de la ciudadanía, la cultura y la empresa catalana.
Los tres partidos son, además, socios en la mayoría de investidura de Pedro Sánchez en Madrid, hecho determinante para que se haya aprobado la amnistía sobre la cual la Moncloa quiere hacer pivotar su idea de "reencuentro". Y las legítimas diferencias no tendrían que impedir ni que Salvador Illa fuera president ni que Carles Puigdemont —y el exilio, en sentido amplio— pudieran ver restituida la presidencia intervenida con el 155. Un acuerdo de este tipo, un tripartito de país con el PSC, Junts y ERC, con una cierta voluntad constituyente, también para resolver el conflicto político con el Estado, enviaría un mensaje potentísimo a España y, no lo olvidemos, a una Europa que se cae a pedazos, abocada a enfrentarse de nuevo con todos sus traumas y fantasmas históricos. Francia, Europa, por activa o por pasiva, marcan el camino.