La marcha del género humano, de los hombres y de las mujeres, para conseguir el reconocimiento de sus derechos ha sido larga y tortuosa.

Nos podríamos remontar a la Carta de Derechos (Bill of Rights) inglesa de 1689, que impuso el Parlamento al príncipe Guillermo de Orange, para que pudiera suceder al rey Jaime II. El objetivo de esta Carta era recuperar y fortalecer algunas facultades parlamentarias, que habían sido abolidas o debilitadas durante los reinados absolutistas de los Stuart (tanto Carlos I como Carlos II).

Tendríamos que continuar por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, aprobada por la Asamblea Constituyente francesa en 1789, el año de inicio de la Revolución. Se trata de un texto inspirado por los filósofos de la Ilustración que afirmó los valores de la propia Revolución y que tuvo un significativo impacto en el desarrollo de conceptos como la libertad individual y la democracia, especialmente en Europa.

Esta Declaración fue la base de una nación de individuos libres, protegidos por igual por la ley, y establecía el principio de la soberanía popular.

A este texto siguió otro, con el mismo título, en 1793. En este caso, el texto fue introducido en la Constitución del año I, que no fue nunca aplicada. La diferencia más importante con el texto de 1789 es la tendencia igualitaria que se expresa. Otra característica significativa de este texto es el establecimiento del derecho a la resistencia contra la opresión.

Y el último de los textos fundamentales ligados a la Revolución Francesa es la Declaración de los Derechos y los Deberes del Hombre y del Ciudadano de 1795, que sirvió de preámbulo a la Constitución del 5 fructidor del año III, o sea, del 22 de agosto de 1795.

Haría falta que recordáramos que también tenemos deberes, hacia nosotros mismos y respecto del bien común

¿Por qué los constituyentes mencionaron por primera vez los deberes de los ciudadanos en un texto constitucional? Porque estaban preocupados por mantener el orden, y por eso instauraron una serie de deberes que no dejaban de ser generalidades sin un gran alcance ni jurídico ni filosófico, sino que más bien reafirmaban los deberes de los legisladores. En este sentido, es interesante señalar que la Declaración de 1795 ya evocaba la separación de poderes y la noción de reserva militar para la defensa de la patria.

El gran salto, sin embargo, a escala planetaria, se produjo el 10 de diciembre de 1948, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Una Declaración que menciona los derechos humanos que se consideran básicos y que se tienen que aplicar, sin excepción, a todos los seres humanos. Estos derechos son tanto de carácter civil, como político, social, económico y cultural.

Con el transcurso del tiempo, esta Declaración ha sido objeto de dos tipos principales de crítica. La primera es que, como no es obligatorio su cumplimiento, a veces solo es un catálogo de buenas intenciones. Y la segunda es que algunos estados postcoloniales la acusan de etnocentrismo y, en concreto, de eurocentrismo. Sea como sea, es el documento actualmente vigente sobre los derechos humanos de carácter universal.

Pero me gustaría volver al tema de los deberes que ya evocó la Declaración de 1795, a pesar de ser consciente de que todavía queda un largo camino para llegar al respeto de los derechos humanos definidos en la Declaración de 1948.

En el contexto pendular que caracteriza en buena medida la marcha de la sociedad catalana, hemos pasado de la condición de súbditos a la de usuarios, sin estaciones intermedias y con unos cambios bruscos de orientación.

Un súbdito es aquel individuo que tiene todos los deberes y ningún derecho, mientras que un usuario es aquel individuo que tiene todos los derechos y ningún deber. No cogidas ninguna de estas situaciones completamente, sino en grados diversos de aproximación.

La estación intermedia sería la condición de ciudadano. Aquel ser humano que se sabe protagonista de derechos y deberes, y que se instala en medio del equilibrio inestable entre estos conceptos.

Desgraciadamente, los catalanes hemos estado poco instalados o nos hemos saltado directamente esta estación intermedia, y eso nos debilita como personas y como colectividad. De todos modos, y ante unos individuos y unos colectivos que reclaman y exhiben continuamente el respeto de sus derechos (que querrían ilimitados e inmediatos), haría falta que recordáramos que también tenemos deberes, hacia nosotros mismos y respecto del bien común. Este equilibrio nos haría avanzar hacia una sociedad más equilibrada, más justa, más madura y, a la larga, más libre.

Recordemos, pues, acordémonos de que las personas tenemos deberes, los deberes respecto de la colectividad de la cual formamos parte, y a la cual tenemos que destinar nuestras fuerzas para el progreso común, en todos los ámbitos de la vida en sociedad.