Hace años, Donald Trump dijo que en el futuro nos enfrentaríamos a una gran amenaza, la de las fake news. En aquel momento comenzó a hablarse por estas lindes de posverdad. ¿Lo recuerda? Todo era posverdad. El término se lo atribuyen a Steve Tesich, quien lo utilizó por primera vez en 1992, en un artículo que publicó en la revista The Nation. En aquel momento, el autor hablaba del "síndrome Watergate", por el cual se generaba entre la opinión pública una evidente sensación de incomodidad ante las verdades difíciles de gestionar. Consideraba entonces el autor: "En lugar de mirar los hechos, nos distanciamos de la verdad. Asociamos 'verdad' con 'malas noticias', olvidando lo vitales que son para la salud de la nación". En aquel momento, Tesich concluía que las implicaciones para el futuro de Estados Unidos serían terribles: "Antes, los dictadores debían trabajar duro para suprimir la verdad. Pero nosotros, con nuestras acciones, les estamos diciendo que eso ya no es necesario. Como seres libres, hemos decidido libremente que queremos vivir en el mundo de la posverdad".
La investigadora Juliana González Rivera consideró que las palabras de Tesich serían visionarias, y no le faltó razón. En 2016, posverdad fue la palabra del año por parte de la Universidad de Oxford. Se definió entonces que esta palabra servía para "denotar circunstancias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal". Y entonces se consideró que el máximo exponente de la posverdad en política era Donald Trump, ganador de las elecciones presidenciales.
La cuestión estriba en que mucha gente prefiere creer lo que confirma su creencia, alimenta su ideología y le da seguridad. Eso es más importante para ellos que preocuparse por saber, realmente, si aquello en lo que creen es cierto. Sucede constantemente. De hecho, no es que la posverdad sea algo moderno. Siempre ha existido, aunque ahora se ha convertido en un arma mucho más evidente y visible para todos. Y a pesar de ello, sigue utilizándose, generando una polarización brutal en la sociedad.
En estos llamados "tiempos de posverdad", es imprescindible hablar de fake news. Siempre han existido las noticias engañosas, las verdades a medias, o las mentiras puras y duras. Sin embargo, desde que internet ha entrado en nuestras casas, en nuestros bolsillos, las fake news están mucho más presentes. Una fake news es una información deliberadamente falsa, que intencionadamente tiene el objetivo de confundir ante la verdad.
La misión del periodismo debería, sin duda, servir como herramienta útil que permitiera poder discernir, presentando datos y pruebas para arrojar luz sobre un hecho. El problema es que el periodismo forma parte también de la posverdad, y por ende, de las fake news. Porque la información es un elemento básico y esencial del poder, y los medios de comunicación, en demasiados casos, necesitan el poder para existir, por lo que sucumben a la financiación a cambio de maquillar datos, obviar realidades y generar relatos. No se dedican, por desgracia, en esos casos, a buscar las pruebas y presentarlas.
Etiquetar una realidad como bulo ha servido y sirve para eludir un debate necesario
La búsqueda de la verdad ha sido un objetivo del ser humano desde tiempos inmemoriales. La filosofía, la religión han abordado siempre el concepto de la "verdad", y todavía hoy resulta complicado poder determinar si existe una verdad absoluta o todo puede tener distintos puntos de vista que configuran "algo" que se aproxime a lo certero.
El uso de la información, es, sin lugar a dudas, la principal herramienta en la arena política. Y debería ser la labor del periodismo la que ayudase al espectador-ciudadano a separar las mentiras de las opiniones, deseos y certezas. Sin embargo, las vías de financiación de los principales medios de información hacen que la labor sea prácticamente imposible. Los fondos que reciben los medios de comunicación tienen esta misión, precisamente: establecer el marco sobre lo que se puede y no se puede "informar" y en su caso, de qué manera hacerlo. Surgieron así las empresas de fact-checking, que supuestamente deberían velar por contrastar hechos y aportar fuentes y pruebas. Sin embargo, son ya múltiples los escándalos que han protagonizado varias de estas compañías, que con evidentes conflictos de interés, suelen etiquetar como "bulo" o "fake news" informaciones que, lejos de serlo, ponen en peligro los intereses de quienes les financian.
Los que se suponía que tenían que hacer un papel de arbitraje, contraste y simplemente facilitación de datos para que el lector pudiera sacar sus propias conclusiones, se han convertido en una especie de oráculos que se han destinado a perseguir, censurar y tratar de cancelar a medios, personas y fuentes que molestan a sus pagadores. Los fact-checkers han sido una herramienta más, política, que se ha utilizado dentro de la batalla de la posverdad. Según un interesante análisis de Carlos Esteban, en 2021, para La Gaceta, suelen coincidir estas plataformas "verificadoras" en ser "predicadores de la doctrina woke". Nos recomendaba entonces el autor que había que seguir el dinero para entender quiénes dirigían la batuta de los "oráculos de la verdad".
Es interesante recordar el caso de Facebook, el gigante de las redes sociales, que utiliza a los verificadores como garantía para los usuarios ante la información que se comparte. Su responsable tuvo que reconocer en sede judicial que, en realidad, estos verificadores eran meros opinadores, que respondían a las pautas que se les daba desde la compañía. Y por esta razón, seguro que usted, querido lector, ya lo ha experimentado, hay noticias que se etiquetan como "falsas" o "engañosas" a pesar de que usted sepa de primera mano de su veracidad.
Los verificadores son, en realidad, una herramienta de censura maquillada de oráculo. Algo realmente peligroso. Y todavía lo es más el hecho de que sea el propio gobierno quien quiera arrogarse la autoridad de determinar qué es un medio de comunicación, quién ejerce el periodismo y qué hay que considerar información verdadera o falsa. Porque el monopolio de la verdad no lo tiene nadie, y desde luego, el poder debería mantenerse alejado de pretenderlo. O, de lo contrario, no encajará en absoluto con el más mínimo criterio democrático.
Ya sucedió en Brasil, cuando se creó una fiscalía específica para perseguir las fake news. Resultó evidente que derivó en la persecución de cualquier voz crítica, de cualquier opinión disidente y se censuró y canceló a quien el gobierno consideraba un problema. Y es que el gobierno no puede ser jamás un sujeto objetivo, pues tiene un enorme conflicto de interés: su propio poder. En Europa parecen no haberse dado cuenta, y durante la pandemia resultó evidente. La lucha contra la desinformación consiste, en realidad, en considerar desinformación a todo lo que huela a disidencia, a crítica y a oposición. Algo básico y esencial en democracia.
La mentira intencionada y la información deliberadamente falsa ya tienen un lugar donde ser analizadas: los tribunales. Todos los ordenamientos jurídicos de las democracias modernas prevén los mecanismos para la protección ante estos ataques al honor, a la veracidad y al peligro y daño que representan. Por lo que se ve, para el gobierno español parece no resultar suficiente. Para el europeo, tampoco.
La propaganda es, precisamente, parte de este tipo de fake news, de desinformación, de mentiras. Y es algo que abunda en la mayoría de los medios de comunicación importantes, y en casi todos los discursos políticos. Parece irónico que quienes son los principales productores de fake news se preocupen por perseguirlas. Podemos afirmar sin temor a equivocarnos que la principal fuente de desinformación durante estos tiempos están siendo, nada más y nada menos, los organismos oficiales y los propios verificadores —que son empresas privadas—.
Manipular nuestros sentimientos, nuestras opiniones e incluso nuestras filias y fobias se ha convertido en el principal objetivo de los equipos de comunicación
Lo hemos vivido durante la pandemia, donde los escándalos se han sucedido constantemente y ahora, cuando los hechos contrastados salen a la luz, la mayoría de la población prefiere no reconocerlo. Estamos asomándonos al enorme escándalo de corrupción con las mascarillas, donde se desperdició dinero público y privado, y en muchos casos, además, sabiendo que las propias mascarillas que se vendían no servían absolutamente para nada. Lo mismo ha sucedido con los test para supuestamente detectar la covid (a pesar de que los expertos científicos sin conflicto de intereses han explicado hasta la saciedad que las PCR no están diseñadas para ello y no son útiles). Y por supuesto, el enorme engaño que ha sido la campaña de promoción de inoculaciones experimentales que, ya por fin, se va destapando. Recientemente, un tribunal estadounidense ha reconocido que no se puede hablar de "vacunas" para referirnos a un tratamiento génico experimental. Porque las implicaciones son muy distintas.
Desayunamos, comemos y cenamos mentiras. Burdas y apestosas mentiras. Y provienen fundamentalmente de los que, se supone, que deben velar para que esto no suceda. Ponen en riesgo la democracia, nuestra salud, y también nuestras vidas.
Estamos en tiempos de guerra, y es por todos sabido que cuando un conflicto estalla, la primera en morir es la verdad. Con la guerra de Ucrania ha sido bárbara la cantidad de desinformación que se nos ha administrado y se administra de forma constante, y desde organismos oficiales. Con la de Israel y Hamás, hemos podido comprobar que sucede exactamente igual. Manipular nuestros sentimientos, nuestras opiniones e incluso nuestras filias y fobias se ha convertido en el principal objetivo de los equipos de comunicación, tanto en gabinetes políticos como en las grandes compañías. Especialmente en la farmacéutica y la armamentística.
Y de tanto ir el cántaro a la fuente, de la posverdad y las fake news, hemos pasado a tiempos de inteligencia artificial, de distopía y de absoluta desconexión respecto a la realidad. No resulta sencillo remar contra lo que parece la opinión mayoritaria. Y precisamente así es como muchas personas sucumben. Siguiendo la corriente de la mayoría no se llegará a la verdad, pero tampoco se cansará uno de pelear constantemente con cualquiera.
Será el tiempo el que ponga cada cosa en su lugar, y la constancia y honestidad quienes constaten lo certero. La cuestión está en que, cuando la tormenta pasa, aparecen como si fueran champiñones los de la tribu del "yo ya lo sabía". Los que son capaces de cambiar de postura sin inmutarse, y jamás reconocer que en un momento estuvieron equivocados. Es lo que se llama el giro en el guion. Y sucede constantemente mientras son otros escándalos los que ocupan los titulares.
Un ejemplo muy ilustrativo ha tenido que ver con el origen del SARS-COV2, que será un asunto a estudiar algún día en las facultades que aborden la manipulación de las masas. Como se hizo creer la teoría de la zoonosis, para lo que fue fundamental censurar, perseguir, silenciar y ridiculizar a quien plantease otras hipótesis mucho más plausibles y contrastables. Y pasado el tiempo, la evidencia comienza a caer por su propio peso. Pero ahora ya parece dar igual, y mientras no sean los voceros oficiales quienes lo reconozcan, la opinión pública seguirá creyendo lo que toque creer en cada momento.
Con la guerra en Ucrania está pasando exactamente igual. Llega el tiempo de cerrar el conflicto y para ello, proliferarán informaciones que antes se tacharon como fake news, bulos y desinformación. Los verificadores cambiarán de postura sin despeinarse. Como acaba de demostrarnos Ana Pastor, quien hace unos días aseguraba a través de su agencia de verificación que las críticas a Biden por su evidente estado de salud eran fruto de una campaña de desinformación. Dando a entender que Biden en realidad no protagoniza los vídeos que todos hemos visto, puesto que son imágenes sacadas de contexto y manipuladas. Etiquetar una realidad como bulo ha servido y sirve para eludir un debate necesario.
Esta semana, Zelenski ha aparecido públicamente para anunciar su deseo de terminar con la guerra lo antes posible, y para ello, hace un llamamiento a una segunda conferencia de paz. En unas declaraciones realizadas en Bruselas, el presidente de Ucrania hacía referencia a la cantidad de muertos, tanto militares como civiles, que está suponiendo para Ucrania este conflicto, y que era una de las razones fundamentales por las que no se podía prolongar mucho más en el tiempo. Sus declaraciones, compartidas y virales en redes, fueron desmentidas por algunos perfiles, incluidos algunos de información oficial militar ucraniana. Sin embargo, pronto apareció el video completo original, de la mano de Charles Michel, donde podía comprobarse que las declaraciones de Zelenski eran ciertas, y no habían sido deep fake. Cabe pensar ahora quién tiene interés en mantener el conflicto, en debilitar a un Zelenski que evidentemente desesperado pide ya llegar a un punto de acuerdo y finalizar esta barbarie.
Como Ana Pastor, que ha tenido que merendarse sus advertencias de fake news contra Biden, después de que, al celebrarse el primer debate presidencial, incluso los propios demócratas hayan reconocido que su estado de salud no es propicio para semejante empresa.
La manera de atacar a alguien que informa de manera libre siempre es la misma: acusarle de mentir deliberadamente, de difundir bulos y desinformación. La manera de saber ante lo que nos enfrentamos es contrastar, y sobre todo, revisar una vez pasado el tiempo. Cuando se actúa por ideales y sin conflictos de interés, contar la verdad es la única manera de aportar en la sociedad.