A la sociedad le cuesta dejar que la quietud actúe. El sistema no te permite decir que 'no' y a continuación de esta primera respuesta tuya negativa, suele aparecer una repregunta inmediata que te pide el porqué. Y por quietud no me refiero a badar [distraerse], que no solo es magnífico como verbo sino también como hecho —el hecho de no hacer nada—, sino también al derecho de declinar amablemente una oferta si no te apetece aceptarla. Serenidad y personalidad.
Frecuentemente, rehusar una propuesta también implica que la alternativa expuesta deba ser completamente ineludible. No está bien visto que digas que, lisa y llanamente, quizás no tienes ganas. Tienes que querer siempre y solo te lo puede impedir una causa de fuerza mayor. Una fuerza que, claro está, mide el interlocutor según sus parámetros. La insistencia no siempre es buena compañera. Respetar la decisión sin presionar entra en la cabeza de poca gente. El descanso está infravalorado. Aprender a decir que no, también.
Incluso, a veces, decimos 'sí' únicamente para no vernos obligadas a hacer más aclaraciones de por qué diríamos 'no'. La carga mental de preparar una batería de posibles argumentos que justifican todavía más nuestra razón, es pesada. Detrás de un 'no', hay tiempo de vida, hay razones de peso, hay necesidades silenciadas. O respuestas que tal vez no quieren ser dadas —no tenemos por qué desbriznarlo todo— y acaba siendo mayor la pereza de tener que dar explicaciones que la pereza inicial de no querer hacer aquella cosa. Por eso, a menudo, acabamos claudicando resignadamente y alabado sea dios.
Detrás de cada "no" hay tiempo de vida. Conviene reivindicar la soberanía del detenerse
Y es que al lado de cada 'no, gracias' o de cada pretexto hay trasfondos escondidos que no tendríamos que remover, mochilas particulares que no deberíamos abrir. ¿Por qué no tienes hijos? ¿Por qué no vas de vacaciones? ¿Por qué no bebes alcohol? ¿Por qué no vienes a la comida? ¿Quizás porque no puedo quedarme embarazada —y bastante pena siento—, porque no tengo bastante dinero para viajar —y bastante vergüenza me da—, porque tuve problemas de más joven —y todavía lo estoy superando—, o porque también va alguien que me incomoda y no quiero compartir el mismo espacio?
Entonces, nacen las excusas imperativas que disgustan a quien las da y a quien las recibe. Todo el mundo sabe que aquello argüido no es toda la verdad, o quién sabe si directamente una pequeña mentira, pero como receptores la excusa nos hace falta para entender el 'no' y como emisores la necesitamos para no tener que decir que 'sí'. Y así vamos avanzando a desgana, publicando falsas ilusiones en las redes sociales o siendo criticados por, precisamente, no colgarlas. Descansar es hacer salud. Renunciar, también. La pereza puede convertirse en un motivo ponderado.
Conceder el beneplácito de la opción escogida legítimamente. Sujetar las riendas del escenario imaginable y tranquilo. Sentirse libre para decidir sin ser escudriñados, ni juzgados. Apliquémonoslo, como sujeto y objeto, como actores y espectadores, en justa persuasión, en necesaria tolerancia. No hacer nada también es hacer alguna cosa. Conviene reivindicar la soberanía del detenerse. Del simplemente permanecer. Simplemente, ser. Dejadnos ser, incluso cuando no queremos.