¿Habéis intentado quedar con alguien últimamente? Cuando lo intentas, se producen situaciones que van desde la hilaridad hasta el delirio. Tú simplemente preguntas: «¿Te apetece que quedemos para tomar una cerveza esta tarde?». Solo esto. Una pregunta que, aparentemente, parece simple, inocente y cordial. Al menos para ti, porque no sabemos que ha entendido la persona a la que le has transmitido el deseo de estar un rato juntos. A partir de aquí, empieza la aventura. Cogeos fuerte. Una vez le hice esta pregunta a un conocido y la respuesta fue: «Déjame que mire la agenda...mmmmm, mmmmmm, ahora mismo lo tengo jodido; ¿cómo te iría dentro de dos meses, el martes día 5, a las dos y veinticinco de la tarde? Podré estar poco tiempo porque, a las dos treinta, he quedado con otra persona.» Mi respuesta, que iba a conjunto con la cara que me quedó, fue la siguiente: «No sé dónde estaré dentro de dos meses, solo sé que no estaré tomando una cerveza contigo.». Y así terminó lo que podría haber sido una bonita amistad. ¿Qué se ha hecho de la espontaneidad, de la improvisación?
Este es uno de los muchos modus operandi que tendrás que afrontar a lo largo de tu vida cuando quieras entrar en contacto con otro ser humano. Otro día, quise hacerle la misma pregunta a otra persona, pensé que había tenido mala suerte y que no volvería a ocurrir algo así nunca más. La verdad es que la situación cambió, en vez de decirme que quedáramos dentro de dos meses para tomar una cerveza durante cinco minutos, me dijo que dejáramos fluir y que ya nos encontraríamos. Yo, intentando no ofender a aquella persona, le dije si podía darme una pista de hacia qué hora sería, más o menos; o, al menos, qué día y en qué lugar, sobre todo para organizarme, porque tengo una vida y tal. Se ofendió; me dijo que lo estaba agrediendo, que lo estaba constriñendo a ser quien no era, que lo estaba forzando a hacer algo que no le apetecía. Le dije que vale, que se calmara, que dejara de escupirme en la cara (literalmente) y que no se preocupara, que dejáramos fluir y que seguro que nos encontraríamos cuando menos nos lo esperáramos. Tardé dos días en enviarle un mensaje para ver si había llegado el momento de vernos o si aún teníamos que fluir un poco más. Me dijo que qué me había creído, que cómo me había atrevido a estar más de dos días sin decirle nada, que era una persona egoísta y sin sentimientos. Lo bloqueé de todas las redes sociales y borré su teléfono. No me gustan los tarambanas.
Pensé que, en la vida, hay que dejar fluir y que aquello no fluía de ninguna manera
La que os voy a contar ahora, fue una situación muy divertida. ¡La gente tiene unas cosas! Todo empezó un día que tenía ganas de ver un ser humano para compartir un momento de mi solitaria vida (¡tengo unas ocurrencias!); y, toda inocente y feliz, le envié un mensaje de WhatsApp: «¿Te apetece tomar un café mañana por la mañana?». La respuesta llegó dos meses y medio después, y fue la siguiente: «Depende» y un emoticono de un jabalí. Un jabalí. Me prometí que no iba a intentar buscar el significado, y no lo hice por mi salud mental. Mi respuesta fue rápida y concisa: «He cambiado de trabajo, por cierto, no». Pensé que contestaría al cabo de un año y que mi situación laboral ya habría cambiado. Y el no era un no a cualquier cosa que quisiera de mí.
Cuando ya creía que abandonaría mi fe en la humanidad, apareció ELLA; que me la hizo abandonar por completo. Le hice una pregunta parecida a las que había hecho hasta entonces, pero añadí que no tenía que pagar nada, que la invitaba (para asegurarme el encuentro —parece que no, pero, cuando regalas cosas, aparecen amigos por todas partes—): «¿Qué te parece si quedamos esta tarde para tomar un chocolate caliente con churros? ¡Te invito!». Recuerdo vagamente lo que sucedió a continuación, me parece recordar que lo primero que me dijo fue: «¿Tengo cara de comer churros?». Juraría que le dije que no, que por qué decía algo así. A partir de aquí, empecé a recibir cientos de emoticonos —ríete tú de los jeroglíficos egipcios— y muchas exclamaciones. No entendí nada; ni lo intenté, tampoco. Pensé que, en la vida, hay que dejar fluir y que aquello no fluía de ninguna manera.
Ahora vivo con tres gatos, siete perros y doce canarios. Hace tiempo que no sé nada de la humanidad, ni tengo ganas de ello. Los animales son mucho más agradecidos: tú les das de comer y ellos no, pero son agradables de ver y, en invierno, son muy útiles para no pasar frío. Eso sí, mi economía ha bajado en picado, pero qué le vamos a hacer, en esta vida hay que pagar por todo, incluso por un poco de compañía. Al menos no me envían emoticonos, que ya es mucho.