Lo mejor que podría hacer un ilustre desconocido como Vicente Guilarte es callar. Este abogado nacido en Bilbao el 1953 preside, por accidente, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), del que es miembro desde que el 2013 fue nombrado vocal a propuesta del PP. Lo preside por accidente porque el mandato del organismo hace cinco años que caducó y es justamente el partido de Alberto Núñez Feijóo el que, en un caso claro de filibusterismo, se resiste a renovarlo, porque el llamado sector conservador —es decir, el suyo— perdería la mayoría que ahora tiene. Es como si hubieran hecho presidente al primero que pasaba por allí. Y esto es obvio que no le confiere ningún tipo de autoridad para hablar ni para nada, y menos para reprender cada dos por tres a los políticos que censuran la parcialidad con que actúan determinados jueces en relación con lo que bien puede bautizarse como causa general no contra el independentismo, sino en realidad contra Catalunya.
Cuando, por tanto, dice "que nos dejen en paz", haría bien en aplicárselo él mismo y en instar a todos los estamentos de la carrera judicial española para que dejen en paz a los políticos y a todos aquellos que creen que la justicia en España está podrida. Y es que si los jueces no hubieran decidido en su día hacer política para perseguir el proceso catalán, nada de eso ocurriría y un personaje de segunda fila accidentalmente colocado en la primera no debería quejarse de las descalificaciones que, con razón, reciben y que seguirán recibiendo mientras no cambien de actitud. Pero la realidad no es sólo ésta, sino que, además, resulta que ellos mismos —la llamada Comisión de Ética Judicial, creada en el seno del CGPJ, aunque en teoría independiente de sus órganos de gobierno— sí se dan permiso para protestar contra los políticos y contra todas las actuaciones y decisiones políticas que no les gustan, como la ley de amnistía, que ya se sabe que es el gran caballo de batalla de toda la caverna española desde que una de sus cabezas más visibles, el expresidente del PP José María Aznar, incitó a la rebelión contra Catalunya al grito de que "el que pueda hacer que haga".
No es normal ver a jueces pronunciándose públicamente en causas que luego deberán juzgar ellos mismos; en ningún lugar del mundo civilizado se ve algo parecido, y si en España pasa, es porque el poso democrático es de muy baja estofa
La principal característica de la justicia en un estado democrático es la imparcialidad. En España, sin embargo, se ve que es diferente, que los jueces pueden tomar abiertamente partido y castigar a quienes lo toman en sentido contrario y no pasa nada. Es más, de acuerdo con ello, los jueces incluso tienen reconocido el derecho de protesta y, en cambio, los políticos, y por extensión los ciudadanos a los que representan, no, lo tienen restringido completamente, como si de un régimen autoritario y represor se tratara. Ante una disfuncionalidad tan esperpéntica, no es extraño que haya quien se plantee que o España no es un estado democrático o la justicia española no es imparcial. O ambas cosas a la vez. La respuesta más plausible es que la justicia española es claramente parcial y que esto hace que la calidad democrática del estado español se resienta de manera alarmante. ¿Qué credibilidad espera tener así una judicatura tan sesgada y, en consecuencia, tan desprestigiada?
Que, en este escenario, el rey Felipe VI defienda la independencia de la justicia española parece realmente una broma de mal gusto. Y más si lo hace en Barcelona —la semana pasada con motivo de la entrega de despachos a la nueva promoción de la Escuela Judicial—, la capital de Catalunya que ha visto y sufrido desde primera fila las injusticias cometidas en los últimos años precisamente por esta justicia española encargada de mantener por encima de cualquier otra cosa las esencias patrias de una España anclada en el pasado. No debe sorprender, en todo caso, el cierre de filas del monarca español con el mundo judicial, primero porque ambos pertenecen a los poderes del Estado encargados de tal misión y después porque, en un momento en que sigue pendiente la aprobación de la ley de amnistía en el Congreso, no deja de ser una especie de revalidación del "a por ellos" del 2017, en este caso con toga y todo, con el fin de conseguir que, como sea, la iniciativa descarrile.
En una situación así, y una vez que el PSOE y JxCat no han sabido o no han querido aprovechar el paréntesis de las elecciones en Galicia para llegar, fuera de la presión de los focos político y mediático, a un acuerdo definitivo sobre la ley, habrá que ver cómo se las apañan, ahora que, sobre el papel, con una nueva mayoría absoluta del PP Alberto Núñez Feijóo sale reforzado y Pedro Sánchez debilitado, para intentar que en la segunda oportunidad la amnistía salga adelante a pesar de las interferencias del aparato judicial. Ganar más tiempo para seguir negociando, como pretende el PSOE ante un PP envalentonado, no está claro que sea la mejor estrategia. Todos los partidos involucrados en el intento de desjudicializar la política tendrán que afinar muy bien sus acciones, tanto si lo hacen por voluntad como por obligación, porque lo que ninguno no puede permitirse es dar la razón justamente a quienes desde el primer momento luchan para que fracase. Aprobar la ley de amnistía se ha convertido para todos ellos, por tanto, casi en un imperativo.
Los jueces deberían ocuparse y preocuparse de hacer bien su trabajo, de dejar que los políticos hagan también el suyo y de no entrometerse allí donde no se lo piden ni les corresponde. La separación de poderes existe para que, en democracia, el sistema pueda funcionar de la forma más equilibrada posible. Y, del mismo modo que no es aceptable que el poder legislativo y el poder ejecutivo interfieran en el poder judicial, tampoco lo es al revés. Otra cosa es que puedan criticarse entre ellos, con la única excepción del poder judicial, que forzosamente debe quedar al margen en la medida en que es el encargado de resolver los conflictos y las desavenencias. Lo que no es normal es ver a jueces pronunciándose públicamente, en los medios de comunicación, en la calle o donde sea, en causas que luego deberán juzgar ellos mismos. En ningún lugar del mundo civilizado se ve algo parecido, y si en España pasa, es porque el poso democrático es de muy baja estofa.
Dicho de otro modo, son los jueces los que deben dejar en paz a los políticos, no a la inversa.