No tengo ni idea de que trataba la lección de aquel día pero sí recuerdo con nitidez las batallas de bolas de nieve con las niñas y niños, las sonrisas, la paz, el paisaje. El entonces maestro y ahora amigo, el gran ceramista Joan Panisello, supo priorizar la vivencia a las matemáticas. La memoria se queda con lo más bonito, sobre todo cuando el cerebro está tierno, para acudir después cuando le conviene. No siempre saber sumar es lo más esencial, a pesar de que la sociedad capitalista, tristemente, le de más importancia a los números que en los árboles.
No siempre saber sumar es lo más esencial, a pesar de la sociedad capitalista le da más importancia a los números que en los árboles
La primera vez que vi nieve tenía nueve años. Dábamos clase, en una escuela encima de una de las colinas que rodean Tortosa, y empezaron a caer las primeras motas. El alumnado la mirábamos por la ventana, embelesados, haciendo más caso al viento blanquecino que a la pizarra. Al cabo de un rato, lo maestro dijo: ¡chicos! cerrad los libros, hoy aprenderemos más fuera del aula. Era a última hora de la mañana y fuimos todos al patio, con la mirada puesta en el cielo. No nos constipamos de milagro. Por la tarde nos dieron fiesta en el colegio para ir juntos a las sierras de Mig Camí y el Coll de l'Alba, zona rural en la parte alta de la ciudad, más arriba de la escuela. Fuimos a pie en comitiva y allí, aquel día, empezamos a saber diferenciar aquello fundamental de aquello prescindible.
Al cabo de un tiempo, no mucho, recuerdo aquel azul inmenso. La playa infinita que no se acababa nunca, aquella luz, el rumor del agua, el olor de sal. Debió hacer fresquito porque llevaba un anorac gris y una bufanda encarnada, pero quise poner los pies a remojo igualmente, pez como soy. La primera vez que vi el mar debía tener aquella misma edad, más o menos. Fuimos con el coche de un amigo de mis padres, ya que ellos no tenían -ni tienen- carnet de conducir. Siempre iban en la mobylette. Fue un jueves lardero, el mar fue el del Delta del Ebro y el lugar, el Trabucador, aquel que ahora se ha vuelto a romper, por cuarta vez en un año, y queda derrumbado como un fantasma del pasado.
En 'El viejo y el mar', Ernest Hemmingway explica la historia de un pescador de edad avanzada que tras meses sin conseguir ninguna captura, un gigantesco pez espada muerde su anzuelo y lo arrastra mar adentro durante tres días. Cuando vuelve a puerto con su barquita, al pescado prácticamente sólo le queda el esqueleto, ya que los tiburones se lo han ido comiendo por el camino, dejando sólo algunos trocitos. El Delta del Ebro es el pescado que va quedándose sin carne y los tiburones son los gobernantes que no saben defenderlo y lo hacen llegar agonizante al final de sus días. Nosotros, la gente, somos el pescador, cansado y con las manos agrietadas de tanto luchar para por salvar su pescado.
Hace quince días 150 tractores protestaron en una playa del Delta que ahora se ha quedado derrumbada.
Hay seis millones de euros flotando -vete a saber por donde- a la espera de que la Conselleria de Medio Ambiente y el Ministerio de Transición Ecológica se pongan al teléfono y dejen de tirarse los platos a la cabeza. Es más que probable que el segundo tenga más culpa que el primero, de acuerdo, pero la cuestión es que hemos pasado del temporal Gloria al Filomena y lo más importante está por llegar. Hace dos semanas, unos 150 tractores hicieron un acto de protesta en la playa de la Marquesa, en Deltebre, reclamando soluciones y sedimentos. Ahora, aquella playa, donde se manifestaban los campesinos, y la del Trabucador, donde yo vi el mar por primera vez, están anegadas.
La nieve continúa cayendo y el mar subiendo. Un recuerdo de infancia puede perdurar eternamente en la memoria de un cerebro tierno que madura. La realidad, sin embargo, no siempre acompaña la imagen que evocamos. Los mapas cambian. Si existe el silencio es cuando nieva. Aquella especie de vacío ensordecedor, especialmente el momento que precede al primer copo. Es un momento fuera del tiempo que parece que nos hable. Habría que escucharlo. El paraíso de la infancia, aquel que tan magistralmente desgranó Proust a lo largo de los últimos catorce años de su vida, ahora se deshila delante nuestro, difuminando estampas pretéritas. Hace tiempo que gritamos el río es vida, que advertimos que el mar se comerá el Delta y van pasando nevadas y temporales y el desamparo es enorme. El Faro del Fangar caerá como el de Buda lo hizo hace décadas y en los libros de historia se explicará cómo nuestra generación lo dejó perder. Eso si dan permiso para abrir a las librerías, parece que para algunos poderosos ni la cultura y la naturaleza son lo bastante esenciales. Mientras tanto, la nieve se va deshaciendo...