Jordi Évole es un personaje en sí mismo. Incumple la primera norma del buen periodista, que es no ser el centro de la noticia. Pero él, como otros muchos periodistas narcisistas que nunca sabes si son partidarios de una causa porque creen en ella o bien porque son ególatras, volvió a ser el protagonista del concierto del sábado pasado en el Sant Jordi. Lo que tenía que ser un concierto solidario, ese “Volem acollir” unitario del enunciado, él lo convirtió en arma política arrojadiza, destinada a inventarse enemigos de la acogida en un país, Cataluña, donde la mayoría gubernamental es partidaria de hacerlo y no tiene manera de saltarse las leyes estatales para conseguirlo.
Évole pertenece al entorno político de aquellos que se oponen a la celebración de un referéndum de autodeterminación convocado unilateralmente y, en cambio, acusa al Gobierno de la Generalitat de incompetencia por su incapacidad de acoger a refugiados cuando no tiene la competencia reguladora. Sin el permiso del Gobierno del Estado es imposible que la Generalitat tramite nada directamente con la UE, gestione permisos u otorgue la ciudadanía a nadie. Pero Évole, que no ha dudado en declararse contrario al RUI, va y reclama a la Generalitat una especie de DUI para los refugiados. Fue tanta su demagogia, que incluso se atrevió a decir que “que en un concierto como este no tendría que haber un palco reservado para autoridades. La única autoridad la tiene la gente. Pensad, autoridades, que lo que estáis aplaudiendo desde el palco también nace de vuestra incapacidad política para resolver este tema. Sabemos que algunos de vosotros lucháis y lucháis para conseguir que esto no sea así. Pero otros os refugiáis y decís que es un problema de competencias. Yo creo que no es un problema sólo de competencias, sino un problema de incompetencias”. Puro populismo de izquierdas, como siempre, que responde al mismo pensamiento anti-político del populismo de derechas.
Si el concierto de este sábado se lo inventaron dos voluntarios al volver de un campo de refugiados, como reconoció el mismo Évole, el protagonismo tendría que haber sido para ellos y no para los periodistas que se enriquecen explicando las miserias de quienes se comprometen de verdad. Las autoridades catalanas quizás no son capaces de resolver el problema de las competencias, que no se puede reducir a un adverbio, como si el hecho de poder regular la entrada y salida de un país fuera una cuestión semántica. A los periodistas que quieren hablar de política hay que pedirles que cuando menos sepan de qué están hablando. Évole habría podido sumarse, por ejemplo, a la gente que él reivindica cuando se trata de quince mil personas defendiendo la acogida de personas refugiadas y emigrantes y añadirlas a las cincuenta mil que el pasado lunes salieron a la calle para defender a las autoridades catalanas, aquellas a las que él descalifica, que el 9-N dieron voz a más de dos millones de personas que quieren poder decidir sobre la acogida de refugiados, las prestaciones de paro, las pensiones, los aranceles y sobre lo que haga falta en un Estado soberano.
Évole ejerce el periodismo como si dirigiese Gran Hermano, con trazo grueso, emocional, anti-político, casi siempre anti-histórico. Esta manera de comportarse le ha proporcionado notoriedad y dinero, que no veo que haya invertido en ninguna causa solidaria o filantrópica como hacen muchos de los ricos a los que critica. Y mientras tanto, la gente, la buena gente, tiene que aguantar que Évole hable de los miles de inmigrantes andaluces, extremeños, castellanos, gallegos, “que venían a trabajar [a Cataluña] y a dar a sus hijos las oportunidades que ellos no tuvieron”, sin mencionar el contexto, que no era otro que una dictadura militar. Mezclar las cosas es desinformar. Confundir momentos históricos, puro anacronismo.
Estaría bien que Jordi Évole nos explicara quién defiende en Cataluña “un eslogan perverso y cruel: un eslogan sucio y asqueroso” que reza “primero los de casa”. Sólo, y aquí el adverbio procede, se puede atribuir a la extrema derecha y a alguna gente de las clases populares, que Évole cree beatíficas, que “lucharon por cada plaza, por cada ambulatorio, por cada escuela pública que consiguieron para su barrio”. El miedo a la pérdida a veces produce más daños colaterales que la ideología que uno diga tener. Al contrario de la que piensa Évole, ser obrero, pobre y recién llegado no determina que se tenga que pensar de una determinada manera.
En la cuestión de los refugiados, hay estados europeos que se comportan como se comportó Francia en 1939 con los refugiados catalanes y españoles que cruzaban la frontera pirenaica. En las playas de la Costa Bermeja se dejaron la piel un montón de gente que huía del fascismo, como hoy sirios, libaneses o iraquíes mueren en las costas italianas y griegas huyendo de la guerra en Oriente Medio. Lo que está probado es que, ¡oh, paradoja!, la malvada Angela Merkel ha acogido en Alemania a más refugiados que cualquier otro Estado europeo, y aquí —¡oh, paradoja!, también—, el gobierno del PP (y todos los gobiernos españoles hasta el día de hoy) no deja que la Generalitat pueda hacer, como es evidente que así lo querría, como han hecho Alemania y Suecia, que son los dos países europeos que más solicitantes de asilo han acogido desde 2015. ¿Por qué Évole no se apunta a la ANC, o a la entidad soberanista que le plazca, y ayuda para que nuestro país pueda hacer realidad los deseos expresados en su ofensivo discurso en el Sant Jordi, sin caer en el pensamiento mágico de los iluminados?