A menudo llegamos demasiado tarde a las cosas. La rutina nos manda preguntar "¿cómo estás?" al amigo, e importa un carajo lo que nos responda. Si dice que "bien", seguiremos con la conversación, y si se da el caso contrario, dedicaremos un pelín más de tiempo para decirle que "no pasa nada", que "todo irá mejor" y santas pascuas. Pero no, sí que pasa algo y sí que alguna cosa (o todas) todavía pueden ir peor. Somos cobardes por naturaleza y solo escuchamos la salmodia de nuestra tristeza de tres al cuarto; sería más conveniente, aunque el otro tan solo insinúe un gramo de desdicha, sacudirle la osamenta hasta que nos acabe contando cuál es el problema. También deberíamos implicarnos a fondo, sobre todo si nos tildamos de amigos a nosotros mismos. Escuchar, quizás bastaría con escuchar sin ningún tipo de paternalismo ni de prejuicios. Si hiciéramos eso, quién sabe si lograríamos calmar la tormenta o, al menos, anclar la nave en el mar.
Pero no lo hacemos y llegamos tarde. Intuimos que, bajo las sonrisas y las cenas de griterío, se cuecen pequeños infiernos (hoy el texto está lleno de cursilería y metáforas, dispensadme). Fingimos tener un gran conocimiento sobre los problemas de lo que ahora llamamos salud mental —una forma más de referirse a la falta de felicidad— de nuestro pequeño reino, pero nos lo miramos todo desde la comodidad de la estadística y las macrocifras, cuando el problema más urgente se esconde al lado de casa o en el propio sofá. Nos gusta generalizar y es así como vociferamos que "todos estamos muy quemados de la azotea", que "todo el mundo está fatal" y que "esyo acabará como el rosario de la autora". Nada, conversaciones de café espantosas que nos evitan la molestia de mover el culo y curar un poco el alma de quien tenemos cerca. Nos sobra alarmismo, nos falta fraternidad y solo nos escuecen las cosas cuando ya es demasiado tarde y la derrota es insalvable.
El problema más urgente se esconde al lado de casa o en el propio sofá
Hay mucha gente que no puede más. No sé cuánta, ni a santo de qué, pero me parece que el ir tirando no curará una sociedad alarmantemente enferma, en la que todos esperamos que la bala de la depresión o el desánimo le toque al vecino. Intentamos consolarnos pensando que todo esto nuestro son tonterías, que hay lugares del mundo donde las pasan mucho más putas y que con una pastillita bastará para ir tirando. Y así concluyen los días, y desoímos las noticias que hablan de ciudadanos atropellados (sic) por un tren o encontrados en misteriosas circunstancias en la cama de su casa. De hecho, estamos tan cagados que no nos atrevemos ni a decir la palabra fatídica que define el abandono de la vida; también este artículo, que debería llamar a las cosas por su nombre y solo dispara imágenes un poco cobardes. Pero ya nos entendemos. Antes decía que habría que aprender a escuchar; pero quizás tendríamos que saber hablar más claro, con la palabra justa, aunque duela.
Ahora iba a decir que lamentarse y llorar no sirve de nada. Pero quizás sí que va bien, de vez en cuando, desembuchar y supurar algo de impotencia. El único instrumento que tenemos para armarnos ante el decaimiento de las almas es nuestra fuerza, y quizás también tendrá que brotar de las lágrimas. De ahora en adelante, seamos más generosos; y cuando alguien nos diga que no puede más o que las ha pasado muy putas, hagamos el jodido favor de activar el protocolo de la amistad. Porque este artículo llega demasiado tarde, cuando quien tiene que dormir ya duerme y quien está despierto solo tiene un saco de preguntas incontestables por resolver. Me cuesta mucho acabar el párrafo, porque solo me salen lugares comunes de los dedos. Hoy me habría gustado ser previsible, escarnecer la traición y hacer algún texto de ir tirando. Pero me es imposible, porque siento que podría haber hecho algo más, pero que ahora ya no hay nada que hacer, y ya es demasiado tarde.
Los que seguimos viviendo aprenderemos a echarte de menos. A ti, que nunca podrás leer este artículo.