Lo que diferencia —o diferenciaba— a las democracias de las dictaduras era el compromiso moral de las primeras. Las dictaduras no tienen compromiso moral, son inmorales y actúan arbitrariamente, como cuando, hace 50 años, el general Franco y sus sicarios decidieron arrancarle la vida a un joven de 25 años, de nombre Salvador Puig Antich. El compromiso moral es inherente al contrato social que procura la convivencia en sociedad. Obliga a todo el mundo, pero sobre todo al Estado, porque es su razón de ser. Cuando desde el Estado se rompe el compromiso y no existe ningún contrapoder que lo restaure, la democracia, el Estado de derecho, desaparece progresivamente.
El Tribunal Supremo ha decidido abrir causa penal contra Carles Puigdemont y Ruben Wagensberg, acusándoles de terrorismo, después de que la Fiscalía no haya encontrado ningún atisbo que sostenga la acusación. No los ha encontrado porque sin armas y sin muertes y con las consignas del Tsunami llamando al diálogo (“Sit & talk”) no hay forma de justificar la acusación. Todo el mundo sabe, incluso lo ha reconocido el líder del PP, Alberto Núñez Feijóo, que Puigdemont no es un terrorista. Los tribunales europeos que tuvieron que intervenir tampoco quisieron colaborar en la cruzada de los magistrados españoles.
No es seguro, pero es bastante probable, que el ansia persecutoria del poder judicial español quede desautorizada y en ridículo cuando al final del proceso intervengan tribunales imparciales europeos. La cuestión es por qué estos jueces españoles desafían ese riesgo actuando de forma tan chapucera (y tan inmoral). Y todo tiene explicación.
La impunidad con la corrupción, las arbitrariedades judiciales y el cinismo ante las tragedias humanitarias están haciendo perder la autoridad moral de las democracias
Quien ha abierto la causa penal por terrorismo contra Puigdemont es la misma sala que, bajo la presidencia del magistrado Manuel Marchena, condenó a los líderes del proceso a 99 años de cárcel. La amnistía supone una desautorización de la sentencia del procés, un reconocimiento del Estado de que lo que se hizo no estuvo bien hecho, que no fue justo, y el problema es que la amnistía pone en manos de los mismos jueces su rectificación, algo a lo que no está dispuesto a aceptar el poder judicial. Entre otros motivos, porque una vez desautorizados, el propio Estado debería tomar medidas, reformas del sistema para que no vuelva a ocurrir nada parecido. Y sí, existe una mayoría parlamentaria —fruto de la voluntad democráticamente expresada— que quiere la amnistía, así como reformar un poder judicial que opone y opondrá todas las resistencias al cambio. Y por eso no basta con condenar a Puigdemont y a todos los represaliados del procés, sino que necesitan dinamitar políticamente el legislativo legítimamente constituido, que lo consideran una amenaza.
La deriva del compromiso moral en las democracias es un fenómeno contrastado. Esta semana se ha publicado un informe de Pew Research Center, un think tank con sede en Washington, sobre la salud democrática del planeta. España aparece como el país europeo que más desconfía de su sistema. El 85% de los encuestados cree que a los políticos electos no les importa lo que ellos piensan. Y el 71% se muestra insatisfecho de cómo funciona la democracia española.
Ha estallado un nuevo caso de corrupción en el Partido Socialista. ¿Alguien cree que los aliados parlamentarios del PSOE harán caer al Gobierno de Pedro Sánchez por ese escándalo? No. No lo harán, porque sus intereses pasan por el momento por que Sánchez continúe. Tienen un argumento. No harán caer a Sánchez para que vuelva a gobernar el partido con más casos de corrupción de toda Europa.
La amnistía debe aplicarla los mismos jueces que la han hecho necesaria, impone una rectificación del Poder Judicial y evidencia la necesidad de una reforma que el mismo sistema no está dispuesto a aceptar
No existe compromiso moral y la deriva se ha extendido de arriba a abajo, hasta el punto de que a menudo la ciudadanía ha dejado de exigirlo. El PP tiene más votos allá donde su corrupción ha sido más escandalosa. Incluso los militantes derribaron a un líder por haber denunciado la corrupción de la organización madrileña. El caso paradigmático es la corrupción de la monarquía, necesariamente conocida, aceptada, ocultada e incluso gestionada. En cualquier negocio, cuando es el de arriba de todo el que se aprovecha, autoriza o incluso invita a los de abajo a hacer lo mismo para que el sistema se mantenga estable. No hay compromiso moral, y a menudo, un compromiso inmoral.
La Transición no fue tan modélica como se ha dicho tantas veces, sin embargo, hay que reconocer que, en un principio, se produjo un relevo político y generacional en las instituciones, protagonizado por una nueva hornada de dirigentes procedentes del mundo intelectual, universitario y en buena parte formado en universidades europeas y americanas. Salvo algunas excepciones, el currículum académico y la categoría intelectual eran condiciones para progresar en el mundo de la política, pero esto duró poco tiempo. El sistema electoral basado en candidaturas de partido cerradas y bloqueadas premia la fidelidad por encima del talento no solo en el acceso al Parlamento sino en todo el universo de asesores y colaboradores, lo que ha dado lugar a un cambio sociológico en la política, donde intelectuales, sabios y especialistas han sido progresivamente sustituidos por intermediarios profesionales, comisionistas, porteros de discoteca y otros expertos en atemorizar a los adversarios.
El Pew Research Center ha hecho sonar las alarmas porque la democracia representativa ha perdido partidarios en países de larga tradición. En Suecia son ya menos de la mitad, en seis años han pasado del 54% al 41%; en Alemania, del 46% al 37%, y en los Países Bajos, del 42% al 34%... Al mismo tiempo, las soluciones autoritarias, militares o despóticas no son mayoritarias, pero van ganando adeptos. Hace tiempo que la política en los países que se llaman democráticos ha dejado de ser un contraste de ideas y principios, para convertirse en un combate publicitario para ganar las elecciones y lograr el poder a cualquier precio. No cuentan los principios ni las ideas y mucho menos la verdad. Hace unas décadas Richard Nixon tuvo que dimitir como presidente de Estados Unidos, no tanto por el espionaje del Watergate, sino por mentir a su país para tapar el escándalo. Con ese nivel de compromiso moral ahora no habrían llegado a dónde han llegado Donald Trump, ni Boris Johnson, ni Javier Milei, ni Isabel Díaz Ayuso, que han hecho de la mentira su principal arma política con impunidad absoluta y la colaboración necesaria del sistema mediático.
Se ha producido un cambio sociológico en la política, donde intelectuales, sabios y especialistas han sido progresivamente sustituidos por intermediarios, comisionistas, porteros de discoteca y otros profesionales especializados en atemorizar a los adversarios
Ciertamente, la irrupción de Donald Trump y su mandato como presidente de Estados Unidos supuso la renuncia de la Primera Potencia al liderazgo moral que había ejercido y que, con mayor o menor convicción, y no exento de críticas, el resto del mundo hasta cierto punto se lo reconocía. Trump creó escuela en Occidente, y Occidente, también en Europa, se ha quedado prácticamente sin argumentos para contrastar el modelo democrático con dictaduras como la china, que, a cambio, presume de su eficiencia. El ideal democrático ha derivado en cinismo ante tragedias humanitarias como los miles de personas migrantes que mueren ahogadas en el Mediterráneo; o, sin ir más lejos, las 25.000 mujeres y niños fallecidos en la Franja de Gaza, según ya ha reconocido ante el Congreso el secretario de Defensa de Estados Unidos, Lloyd Austin.
El Pew Research ha pedido a sus interlocutores ideas para mejorar la democracia y las respuestas mayoritarias señalan la necesidad de políticos más competentes y menos corruptos, plantean reformas de los sistemas electorales, mayor equilibrio de poderes, poner límites a gobernantes y también a los jueces, y dejar decidir directamente a los ciudadanos sobre asuntos trascendentes. Son reformas que a menudo los Estados se niegan a llevar a cabo precisamente porque harían perder poder a quienes se aprovechan de él. Y ese inmovilismo es el que genera desconfianza y deja vía libre a los discursos agresivos que están ganando terreno en todas partes.