Más allá de átomos y células, somos tiempo. O mejor dicho, somos la manera que tenemos de distribuir nuestro tiempo. De utilizarlo. De masticarlo. Es el mejor regalo que podemos ofrecer y es la más preciada de las ofrendas que nos pueden hacer. En un mundo que se va desexistiendo, donde cada día cuesta más mirar el telediario, destinar las horas a vivir como queremos hacerlo y con quien realmente queremos compartirlas, es la forma más honesta, inteligente y saludable de pasar los días, de habitar el entorno que nos hace de casa.
Cierto es que, tal como está organizada la sociedad, llevar a cabo esta pequeña aspiración fácilmente es visto como una quimera o, más bien, como una locura. Sin embargo, si se llega a alcanzar —con mayor o menor medida— la locura que inicialmente se nos atribuía se convierte rápidamente en envidia por parte del atribuidor. Lo mismo que, a menudo, nos despierta admiración del otro es aquello que, posteriormente, suele generar escepticismo o recelo. Ay, la especie humana, aquella que critica del vecino lo que ella quiere y no puede. Qué despilfarro de energía.
Ser ama de una misma es gobernar el tiempo con libertad y criterio. También tendría que querer decir hacer las mínimas concesiones posibles a los principios que consideramos columna vertebral de nuestra existencia, a los valores que nos forjan. Igualmente, la coherencia tendría que poder ser coetánea —no somos ahora los mismos que hace veinte años, ni pensamos exactamente igual en algunos aspectos— y es un derecho reivindicar que la madurez nos modela sin hacernos perder la esencia. El uso del tiempo tiene que ser inversión, no gasto.
Como aquella técnica que permite la datación de la madera de los árboles vivos, si nos partieran por la mitad, encontraran los anillos de crecimiento que dirían qué edad tiene el alma, qué sequía nos hizo más daño o qué lluvia nos ayudó a seguir adelante
Como si fuéramos árboles, en esta evolución constante las ramas se doblan, la corteza se agrieta y las hojas caducan —o no—, pero si el tronco se mantiene firme en tierra con las raíces bien aferradas, será más difícil que una ráfaga de viento tumbe su consistencia. Como si fuéramos árboles, crecemos, y cada vivencia deja una marca en la piel. Si nos partieran por la mitad, encontrarían los anillos de crecimiento y la dendrocronología diría qué edad tiene el alma, qué sequía nos hizo más daño o qué lluvia nos ayudó a seguir adelante. Como aquella técnica que permite la datación de la madera de los árboles vivos, llevamos en la piel cicatrices y rasguños de aventuras diversas. También caricias. Las cabras por sus pecados llevan las rodillas peladas, decía mi abuela. La anchura de los anillos varía según la edad y el clima. La antigüedad y el agua. Al otro lado del río, los árboles explican el paso del tiempo y el tiempo es aquello que nos define a los humanos. Quizás no somos tan diferentes de robles, hayas, abetos y olivos.
Hacer una cabaña sobre de un algarrobo, como la que construíamos inocentemente de pequeños en el huerto de los yayos, quizás es una forma de seguir madurando, de dibujar felices anillos de crecimiento dentro nuestro para que quien venga detrás y nos diseccione, nos mire dentro y encuentre verdad. Un refugio literal y metafórico. Destinar el tiempo a aquello que realmente amamos: este es el gran triunfo de nuestros días, sin que sea una derrota absoluta no alcanzarlo siempre que querríamos. En el intento también hay cenizas de victorias futuras y destellos de aciertos presentes.