La semana pasada supimos lo que pensaba el Tribunal Supremo (TS), por boca de Llarena, sobre la situación de los exiliados por la causa del procés: no era aplicable la sedición, pero sí la malversación en grado máximo —a pesar de una reforma expresa— y algunas desobediencias. En consecuencia, se planteaban nuevas órdenes de detención nacional y euroórdenes. Si bien nos podíamos felicitar por la desaparición de los cargos por sedición, una vez derogada esta, y sin ninguna traducción a ningún otro delito, palpita la amenaza de que la reforma de la malversación no sirviera de nada: la interpretación de Llarena —y prácticamente seguro la de la sala segunda del TS— era como si la reforma no existiera. De esto ya me ocupé en su momento y no se trata de repetirse.
Pero, por así decirlo, el vaso medio lleno esta semana se ha llenado. Primero, la Fiscalía del TS ve que la sedición sigue viva de la mano de los desórdenes públicos y se agarra como un clavo ardiente a la malversación máxima que proclama Llarena. Podíamos pensar —no sería ninguna excentricidad— que, en la guerra permanente del deep state también contra, según él, el gobierno ilegítimo, querían torcerle el brazo. Además, por su cuenta, atizaban la represión y pedían desórdenes públicos para los exiliados. Esta podría ser una conclusión nada alejada de la realidad.
Sin embargo, el jueves siguiente, la Abogacía del Estado, es decir, la abogacía in house del Gobierno, que solo puede obedecer a sus instrucciones sin ningún margen de autonomía —los abogados internos no la tienen ni la pueden tener—, se despacha con la misma petición que la de la Fiscalía. Aquí ya no podemos pensar en el deep state contra el Gobierno, sino en el gobierno blandiendo un capítulo más de la represión. O lo que es lo mismo: el Gobierno, cuando proponía la derogación de la sedición, lo que en realidad hacía era una reforma a la baja de la sedición, con el fin de conservar la delictuosidad (irreal) del 1-O.
Quizás se le ha ido la mano con la malversación máxima, pero está claro, por cómo actúan los instrumentos que dependen de él, que la represión no cesa y que se deja en manos de los jueces, dando por bueno lo que ellos decidan, incluso algunas absoluciones importantes. Eso no quiere decir que el régimen lo tenga todo ganado.
La buena gente creía que, aunque de forma tortuosa, las cosas se podrían enderezar y llegar con un espacio de tiempo entre largo y corto a una especie de amnistía
En efecto, otra vez —y van...— yerra el diagnóstico; en concreto, confunde el deseo con la realidad. Proclamar que el procés se ha acabado, teniendo como parece que tenía el Gobierno escondida la carta de la reforma mínima, que ya está encima de la mesa, es un error colosal. La buena gente creía que, aunque de forma tortuosa, las cosas se podrían enderezar y llegar con un espacio de tiempo entre largo y corto a una especie de amnistía. Lo que la decisión del TS y los recursos de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado manifiestan es que la acción del Estado no es a término, es a la vista.
Quizás no ronda lejos de los planes del Gobierno desmontar la estrategia de los condenados y perseguidos en Estrasburgo y por las euroórdenes. Lo que puede pretender el Gobierno de España es que los hechos del 1-O tengan, vistos desde lejos, un envoltorio homologable europeamente. Así se presentaría una represión española equiparable a la de los disturbios en los diferentes ordenamientos nacionales de la UE. Y, aunque la malversación no figura en las euroórdenes, se pretende hacer pasar la malversación máxima —que no tuvo lugar— como corrupción, delito inexistente como tal en España, pero asimilable al soborno. Mucho tendrán que sudar la camiseta los letrados defensores ante las instancias europeas —regionales y nacionales—, donde se ventilará con toda crudeza el nuevo marco jurídico. Aunque, mirándolo bien, no es un tema de derecho, sino de poder, de poder puro y duro, lo que nos ocupa.
Para este nuevo capítulo, en el hasta ahora tan cruento como el que el Gobierno quiere dar por cerrado, no vendría mal algo que ahora parece un sueño: recuperar la unidad. La unidad resulta indispensable para no perder estas batallas. Unidad quiere decir negociación, inteligencia, generosidad, no adhesión a un plato de lentejas. La unidad es la fuerza de los que no tienen más que su piel.
Así pues, espectáculos como los del jueves, con ocasión de la cumbre hispanofrancesa en Barcelona, donde los arrebatados tuvieron todo el protagonismo y se despacharon a gusto, incluso pidiendo que Junqueras volviera a la prisión, no ayudan a restablecer puentes. Se podrá decir —ya se dijo el 6 de diciembre— que los manifestantes tienen el derecho de libre expresión y que por eso abroncan a los que tienen en frente y a los que tienen el lado. Cierto. Y va en el sueldo. Cierto. Pero los otros también tienen el mismo derecho. Puestos a ejercerlo, pueden reavivar la mala memoria, la selectiva, como, por ejemplo, consentir un Consejo de Ministros en 2018 en Barcelona, inaugurar la mesa de diálogo o la ausencia de altos dignatarios, alegando compromisos particulares previos, todo eso sin tildar a nadie de traidor. ¡Libertad de expresión en todos los sentidos!
Ahora bien, si es para malgastar la fuerza definitiva de las naciones, su unidad, parece más bien fuego amigo que construcción de herramientas para vencer.