Mañana es el día mundial de los Derechos Humanos, que conmemora la jornada exacta en que la ONU hizo la declaración universal en 1948, y ayer fue el segundo domingo de Adviento, que en el cristianismo anuncia un tiempo de preparación espiritual para la celebración del nacimiento de Jesús. Tanto a un hecho como al otro se les presupone una vigencia de supuesta armonía y bienquerencia, de espíritu de paz y respeto. Lo cierto es, sin embargo, que casi ocho décadas después del histórico texto adoptado por la Asamblea General y dos mil años después de la llegada del Mesías, el planeta no parece ser un lugar mejor, como estos acontecimientos aspiraban a conseguir, y se hace difícil no pensar que nosotros mismos tenemos la mayor parte de la responsabilidad, por no decir toda.
La palabra libertad es la más repetida en aquel redactado aprobado en París ahora hace 76 años, aparece en un tercio de sus artículos —un puñado más de veces en el preámbulo— y hoy en día debe ser la más ultrajada. "Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos. Están dotados de razón y de consciencia, y tienen que comportarse fraternalmente los unos con los otros", dice el primer punto. Basta con echar un rápido vistazo al globo terráqueo para encontrar una sesentena de guerras en activo, la mayoría de ellas en Asia y África, y comprobar que ni dignidad, ni derechos, ni fraternidad. Casi los treinta artículos que la conforman se infringen sistemáticamente por toda una sociedad que tiene demasiados armisticios pendientes. Las ideas primigenias no son caducas. Simplemente, su reiterado incumplimiento las oxida. Uno de los documentos más necesarios y relevantes que hemos sido capaces de elaborar y qué mal ha envejecido.
Tampoco aquel portal de Belén, paradigma de amor y humildad, da la sensación de haber sostenido mucho el ejemplo de hermandad y pobreza. Precisamente, la famosa tierra prometida de la Biblia es ahora escenario de uno de los conflictos bélicos más graves y todo Oriente Medio parece un polvorín en manos de gobernantes predispuestos a encender la mecha. Por no hablar de los autollamados intermediarios de aquel mensaje que, desde la ostentación de sus títulos eclesiásticos, tesoros vaticanos y edificios libres de impuestos, practican la hipocresía con poco disimulo. Solo una pequeña multitud de católicos de base todavía tiene fe y, meritoriamente, intenta resistir y no resignarse. Se acercan las fiestas de un dios que nació con sencillez y sus herederos oficiales se han complicado la vida. La justicia no siempre es practicada por los que la predican.
La palabra libertad es la más repetida en la Declaración Universal y hoy en día debe ser la más ultrajada. La justicia no siempre es practicada por los que la predican
Tenemos la suerte de vivir en un trocito del mapa mundial que no está afectado directamente para las guerras, lo cual no quiere decir que nuestros gobiernos occidentales no estén relacionados y hagan negocio con el armamento que las genera. Eso nos proporciona una cierta serenidad, como un escudo que nos protege de una realidad que más que la excepción parece norma. Mientras tanto, los luces de Navidad iluminan calles y tiendas de ciudades y pueblos, recordándonos que ya podemos gastar. Tanta bombilla junta nos ciega la mirada y cuesta discernir en qué mundo vivimos. Hacer regalos a los seres queridos y reunirse con la familia —sea de sangre o no— es un bálsamo que podemos seguir practicando sin sentirnos culpables de tanta miseria humana. Simplemente, hagamos más habitable nuestro pequeño entorno e intentemos ser conscientes del privilegio mientras, entre turrón y copa de cava, nos cuesta mirar la dureza de los telediarios o, directamente, apagamos el televisor.
Hace unos ochenta años, poco después de acabar la II Guerra Mundial, se forjó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Hace unos cinco años, en plena pandemia por la covid, decíamos que de aquella situación saldríamos mejores. Cuántas lecciones desaprendidas u olvidadas. El tiempo no nos ha dado la razón. El consumismo exacerbado y el constante ataque al medio ambiente o las imágenes de Ucrania, Gaza, Siria, Yemen o Etiopía nos recuerdan que ser desmemoriados es un lujo que empezamos a no podernos permitir. De hecho, el último artículo del famoso escrito que mañana rememoramos viene a decir que ningún Estado puede interpretar aquellas palabras a su manera y realizar actos que tiendan a la supresión de los derechos y libertades que se enuncian. Eso sí, la Declaración tiene un Récord Guinness: el documento traducido a más idiomas del mundo. Pronto, sin embargo, si no le ponemos remedio, tendrá otro: el más desobedecido de todos.